28 de diciembre de 2017

Defensa apasionada del idioma español

Encabezo este artículo con el título de un entretenido y didáctico libro escrito por Álex Grijelmo, el conocido escritor, periodista y lingüista burgalés, con la  intención de alertar al lector de lo que se le avecina si se decide a leer las líneas que vienen a continuación. Soy consciente de que yo no debería aventurarme en opiniones sobre temas lingüísticos -oficialmente soy de ciencias-, pero, como profeso un respeto reverencial a nuestro idioma y cada día oigo más disparates a mí alrededor, voy a permitirme un pequeño desahogo, la liberación de alguno de los fantasmas que me persiguen como si tuviera el alma en pena. Para eso, entre otras cosas, está el blog.

Ahora ya no se oye, se escucha, que parece más fino y elegante. Le oí decir el otro día a alguien: ayer no escuché el despertador y por eso no me levanté a tiempo. Pero criatura, ¿cómo ibas a escucharlo si estabas dormido? No se puede prestar atención a los sonidos cuando se está en brazos de Morfeo, y si no se presta atención no se escucha. Supongo que querrías decir que no lo oíste y utilizaste un verbo inadecuado.

Algunos periodistas, que además de tener la obligación de informar con prontitud y objetividad también la tienen de cuidar el lenguaje que utilizan, no se libran de esta plaga. Decía uno -muy ilustre por cierto- el otro día en la radio, a cuento de que su interlocutor al otro lado de la línea telefónica no conseguía hacerse oír por causa de las interferencias, perdona, porque no te estoy escuchando. Un inaudito comentario que, si lo tomáramos al pie de la letra, significaría que le importaba un bledo lo que estaba comunicando el otro y que, por tanto, había dejado de prestarle atención. Quizá por eso pidiera perdón, para que le disculpara la grosería de no atender como se debe a quien tiene la palabra, en este caso a un afanado y voluntarioso corresponsal de su propia emisora.

Un reportero de televisión, en este caso de esa especie que llaman de guerra, nos contaba, con el micrófono en la mano, un chaleco antibalas protegiéndole el cuerpo y un casco guareciendo su cabeza, que llevaba horas escuchando el estruendo de las bombas. ¡Qué mal gusto escuchar el siniestro sonido de la batalla! ¿No hubiera sido preferible que se limitara a oír los zambombazos, ya que eso parecía inevitable, y no les prestara demasiada atención?

Podría poner muchos ejemplos, porque no se trata sólo de una plaga sino de una auténtica pandemia. Casi nadie oye ahora, son muchos los que prefieren escuchar, cada vez más y más. Sin embargo no se obserban voces discrepantes, como si la comunidad culta hubiera tirado la toalla y se resignara a esta confusión, porque se trata de dos verbos, oír y escuchar, con significados distintos. Se oye cuando se perciben los sonidos, con independencia de la atención que se ponga al recibirlos; se escucha cuando, además de oírlos, se pone interés en entenderlos, se afana uno en procesar su significado. Es cierto que para escuchar hay que oír. No se puede escuchar lo que no se oye. Pero en ese orden, primero se oye y, si acaso, después se escucha. Se oye lo que permite la capacidad auditiva de cada uno y se escucha sólo lo que a continuación a uno le de la gana.

Es posible que alguno de los que hayan llegado hasta el final de esta invectiva piense que estoy exagerando y que no es para tanto. Sólo le pediría que se fijara en cuanto se dice a su alrededor, hasta que descubra decir escucho en vez de oigo. Le aseguro que no tardará mucho en encontrar algún infectado por la epidemia. Pero que no se moleste en ponerlo en manos de las autoridades competentes, porque aunque le oigan es posible que no le escuchen.

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