En cualquier controversia política, cuando se defienden ideas encontradas, lo peor que pude suceder es que alguna de las dos partes defienda sus posiciones bajo invocaciones teóricas o al amparo de conceptos filosóficos. Política no es filosofía sino posibilismo, no es teoría sino práctica basada en la experiencia y en la rabiosa realidad de cada momento. Hágase por tanto política en la política y déjense los planteamientos filosóficos a los filósofos.
El otro día participé en una interesante discusión entre amigos sobre el derecho a decidir. Algunos de los interlocutores defendían, bajo consideraciones puramente teóricas, que el derecho de cualquier comunidad a expresar sus deseos democráticamente era incuestionable. A partir de ahí tomaban posición a favor de los que defienden los referéndum de autodeterminación en España y, como consecuencia, justificaban la legalidad del que se celebró hace dos meses en Cataluña. Cualquier otra consideración para ellos quedaba anulada por las premisas anteriores. Que existiera una constitución –un pacto social- que se estaba vulnerando, o que el futuro de Cataluña no sólo afectara a los catalanes sino a todos los españoles, vivamos o no en aquella parte de España, carecía para ellos de importancia. Sus planteamientos teóricos invalidaban cualquier otro razonamiento que se esgrimiera.
La política no pertenece a la filosofía. Me atrevería a decir que política es relativismo, nunca absolutismo. La verdad en política no existe o, dicho de otra manera menos categórica, existen varias verdades, y precisamente es la política la que intenta reconciliarlas, buscar puntos de entendimiento hasta encontrar, no la verdad única, sino aquella que deje razonablemente satisfecho al mayor número de ciudadanos posible. Eso es hacer política. Lo otro se llama teorizar sobre principios opinables y por tanto siempre cuestionables.
En esto de Cataluña -que ya huele a olla podrida, dicho sea con absoluto respeto a todas las partes- algunos exhiben como argumento irrefutable que el derecho a decidir de los catalanes es indiscutible. Sentada la premisa, mantienen que no se necesitan más razonamientos. Abandonan la política real para defender sus ideas bajo teorías, en este caso basándose en el principio universal de la democracia, un hombre un voto. No mencionan las leyes ya existentes, la Constitución y el Estatuto, a las que se llegó democráticamente, y que son, mientras no se modifiquen, las que regulan el desarrollo de la democracia en España; ni tienen en cuenta que en un país, con más de quinientos años de existencia, una parte no puede decidir sobre su destino sin tener en cuenta al conjunto, porque el resultado de la decisión afecta a todos.
De ahí que la solución no pueda venir por imposición. No me cansaré de decirlo, es preciso un acuerdo, no una victoria de una de las visiones del contencioso sobre la otra, porque eso sería pan para hoy y hambre para mañana, significaría posponer el problema una vez más en la historia de nuestro país. Ni unilateralismo secesionista ni cerrazón centralista. Lo que se necesita ahora es un nuevo pacto político, un compromiso basado en la realidad que nos rodea y no en grandes principios teóricos, en la inteligencia creativa y no en especulaciones filosóficas, muchas de las cuales no son más que entelequias destinadas a defender lo que no se puede defender con la razón
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