9 de diciembre de 2017

Menos utopías y más posibilismo, por favor

Si por utopía se entiende la doctrina que, optimista en sus objetivos, se contempla como irrealizable a la hora de plantearse, yo no sólo soy utópico sino que además defiendo su formulación a nivel individual. Creo que el idealismo soñador, la búsqueda de lo mejor, aun sabiendo que no es posible alcanzar la meta, es un valor al que nadie debería renunciar. Mantiene a la persona en la búsqueda de la excelencia y por tanto en un esfuerzo continuado por alcanzar metas difíciles, cuando no imposibles. Nunca, por definición, se alcanza la utopía, pero en el intento se mejora.

Lo malo empieza cuando la utopía se mezcla con la cosa pública. Si la política es el arte de lo posible, las ensoñaciones utópicas no casan bien. Cuando se desciende al terreno de lo concreto, en el momento que llega la hora de buscar soluciones para todos, o al menos para un colectivo determinado, no son buenos los idealismos utópicos, no conviene fijar metas inalcanzables. Hay que pisar el terreno con firmeza, estudiar el entorno con sentido de la realidad y actuar en consecuencia. Y después hacer lo que se pueda, porque no siempre todo es posible. La utopía en estos casos suele convertirse en un gran fraude colectivo, en un embuste de proporciones colosales.

En los tiempos que corren han aparecido a diestra y a siniestra y en el mundo entero movimientos idealistas, doctrinas basadas en la utopía, que con el señuelo de que no hay que renunciar a lo mejor olvidan por completo la realidad circundante. A mí estos doctrinarios me recuerdan a los predicadores religiosos que basan sus mensajes en la maldad del mundo, en la perversidad de los hombres, e invocan  la redención divina como única tabla de salvación en el mar de la ignominia.

En realidad estas doctrinas antiestablisment siempre han existido, no son nuevas; pero llama la atención que ahora, en pleno siglo XXI, reaparezcan con tanto vigor. Es como si de repente se hubiera descubierto que el mundo es imperfecto y para ponerlo en orden se decidiera arrasarlo todo y construir de nuevo sobre las cenizas del anterior. A mí me sorprende tanta ingenuidad, no en los que defienden estas teorías, que saben muy bien lo que hacen, sino en sus ilusos seguidores.

Estos movimientos utópicos se dan en la derecha y en la izquierda, generalmente en sus extremos, que según dicen las malas lenguas se rozan con empatía. Se observa en los dos lados del espectro una pérdida del sentido de la realidad, cierta proyección de objetivos inalcanzables, la formulación en definitiva de teorías utópicas para resolver los problemas sociales. Un gran estruendo “contra”, sin contraposición de soluciones concretas.

Si nos fijamos bien, esa utopía llevada a la política no es otra cosa que lo que ahora algunos llaman populismo, sustantivo al que yo añadiría, sin morderme la lengua como debiera, el adjetivo de demagógico.

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