25 de diciembre de 2017

¿Queda claro ahora?

Advierto de antemano a mis amigos que lo que viene a renglón seguido, a pesar de la fecha de su publicación, no es un cuento de Navidad. De serlo, lo hubiera titulado el Cuento de nunca acabar. Vayamos al grano:


Si después de los resultados electorales del pasado 21 de diciembre todavía hay alguien que no acaba de entender el verdadero trasfondo de la llamada cuestión catalana, es porque parte de premisas equivocadas o porque se niega a entenderlo. Las urnas, como siempre -aunque unas veces más que otras-, han dejado algunas cosas muy claras. El independentismo se mantiene firme con cifras que rondan el 50% de la población y el constitucionalismo le para los pies con un porcentaje muy parecido. Un fifty-fifty que no permite hablar de soluciones unilaterales ni a unos ni a otros, un empate técnico del que sólo se saldrá mediante acuerdos políticos que dejen satisfechas a las dos partes. No hay otro camino, ni declaraciones de independencia por las bravas ni aplicaciones del artículo 155. Supongo que los políticos de los dos lados ya lo habrán entendido, y pobre del que no.

Los independentistas no pueden seguir insistiendo en la independencia de una parte de un estado con quinientos años de antigüedad, mientras cuenten con la oposición de la mitad de sus conciudadanos. Los constitucionalistas por su parte deben aceptar que para salir de esta situación hace falta revisar el statu quo para tratar de encajar satisfactoriamente a la otra mitad, en un orden constitucional modificado. Ahora no valen gritos desaforados de independencia ni tampoco imposición férrea de una Constitución que, aunque no fuera más que por su antigüedad, necesita ajustes. No se trata de exigir generosidad a unos y a otros, sino de hacer un llamamiento a la cordura más elemental. Porque en caso contrario el conflicto continuará enquistado por los siglos de los siglos.

No va a ser fácil, porque las cosas han llegado a unos límites insospechados hace unos meses. Los independentistas se dejaron llevar por la vehemencia separatista, por unas prisas insensatas que los arrastraron al terreno de la ilegalidad, a un enfrentamiento suicida con las estructuras del Estado; y el Gobierno Central respondió con una contundencia que, aunque justificada en un principio por la peligrosa deriva secesionista, se administró con una enorme torpeza, con unos modos más cercanos a la acción partidista que al sentido de la responsabilidad que se le debe exigir a los estadistas. Esto último lo ha pagado el PP ostensiblemente en las urnas y no es de descartar que le siga pasando factura en el futuro.

Pero nunca es tarde. Si los independentistas recogen con sensatez las velas de la unilateralidad y los constitucionalistas se prestan con inteligencia a las modificaciones legales que haya lugar, es hasta posible que de esta debacle salgan soluciones aceptables para todos. Aunque por sabido resulte un tópico, ahora más que nunca ha llegado el tiempo de la Política con mayúsculas. Persistir en el enfrentamiento, en la intransigencia, en el afán de victoria por derrota absoluta del adversario sólo nos llevaría a un desastre colectivo, cuya sombra nos ronda desde hace tiempo. No tentemos al diablo de la discordia civil, que siempre ha sido muy proclive a enredar en nuestra convivencia.

¿Todavía hay alguien que no se haya dado cuenta de lo que sucede? ¿Es posible que aún exista quien cree que alguna de las partes pude vencer por K.O. en esta contienda? Como dicen los chistosos, no me lo podría de creer.

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