12 de diciembre de 2017

Negociaciones y pactos o victorias y derrotas

La palabra negociación está de moda. Algunos la utilizan con tanta desfachatez que enseguida se adivina que tergiversan con intención el verdadero sentido que encierra el vocablo, posiblemente porque no tengan ninguna voluntad de negociar y hablen por hablar o, como dicen los castizos, por boca de ganso. También los hay que creen saber lo que significa, pero le atribuyen una significación tan restringida que, cuando mencionan el término, se están refiriendo a algo muy distinto a lo que en realidad se entiende por negociar, que no es ni mucho menos imponer el criterio de uno sobre el del otro.

Se negocia cuando se parte de posiciones totalmente opuestas, incluso en apariencia irreconciliables, pero los negociadores están dispuestos a priori a encontrar un común denominador que les permita cerrar un pacto que deje satisfechas a las dos partes. En estos casos no se pretende mantener intactas las posiciones iniciales de cada uno, sino encontrar puntos aceptables en las del contrario, cediendo en las propias lo que sea posible. Las llamadas líneas rojas o no existen o se irán moviendo en función de la evolución de las negociaciones. No caben por tanto ni enroques numantinos ni afán de victoria mediante la sumisión del otro, porque cuando se da alguna de estas últimas circunstancias la negociación está condenada  de antemano al fracaso.

Hace años, por razones profesionales y en el entorno del mundo de los negocios y no de  lo social, asistí en mi empresa a un curso de negociación. Aunque han pasado muchos años desde entonces y la memoria es más flaca que el jamelgo de don Quijote, recuerdo bien las directrices iniciales que marcó el instructor de turno: primero tratar de entender las pretensiones del otro, después no someterlas a juicios previos negativos y por último hacer un esfuerzo para asumirlas como propias. En definitiva un ejercicio de aproximación mental que consiste en ponerte en la piel de tu interlocutor. A partir de ahí los acontecimientos irán posiblemente evolucionando a favor del entendimiento, porque se descubrirá que las pretensiones del otro pueden encajar, aunque sea con pequeñas modificaciones, en el marco que uno defiende. Y si eso sucede en las dos partes de la controversia, es posible que se llegue pronto a un acuerdo.

¿Alguien cree de verdad que los separatistas de Puigdemont y sus adláteres quieran negociar de este modo, cuando lo que pretenden es imponer las tesis rupturistas sin ceder un ápice en sus objetivos? ¿Es posible que todavía alguno admita a estas alturas que en la mente de los que nunca han aceptado la diversidad de España anide la más mínima intención de escuchar con atención las aspiraciones del catalanismo moderado, cuando lo que pregonan, con mayor o menor claridad, es que las leyes son inamovibles y aquí no hay concesiones que valgan? Yo desde luego ni creo a los primeros ni confío en los segundos, aunque a estas alturas me rechine en los oídos la palabra negociación que gritan las dos partes hasta enronquecer.

No, no observo ninguna voluntad de negociar, sino en todo caso la necesidad de cubrir el expediente de la negociación y quedar así bien ante sus opiniones públicas.

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