El clima en aquellas latitudes africanas era muy apacible. Todos los días íbamos a la playa
o a la piscina y todas las tardes teníamos alguna fiesta, o bien guateques
juveniles o celebraciones militares en el Casino de Oficiales. Una vida
placentera, sobre todo si se carecía de preocupaciones importantes, como era mi
caso.
Desde los ataques de Marruecos de 1957, el territorio ocupado
por España se había reducido considerablemente. En realidad, sólo incluía la pequeña
ciudad de Sidi Ifni y unos cuantos kilómetros a su alrededor. Los límites
estaban protegidos por las llamadas posiciones, que como su nombre indica estaban constituidas por trincheras, fortines, reductos, pozos de tirador y otras improvisadas
instalaciones militares defensivas, ocupadas por unidades del Grupo de Tiradores de Ifni, que se relevaban cada tres meses. Los ataques hacía tiempo que habían cesado, pero la amenaza persistía. Yo tuve la oportunidad de visitar algunos de aquellos búnkeres
en varias ocasiones, siempre acompañado por algún oficial que se prestara a
ello. Eran unas visitas cortas, pero que permitían observar de cerca un auténtico
escenario de guerra, aunque, como ha quedado dicho, en aquel momento hubiera paz. Sólo a través de potentes prismáticos se podía ver al "enemigo" al otro lado de la improvisada frontera.
Una tarde decidí dar un paseo en bicicleta por un camino no
asfaltado que se alejaba de la ciudad hacia el sur con un trazado paralelo al
mar, una estrecha planicie entre el Atlántico y las montañas del interior. Dejé atrás el aeropuerto y continué hacia lo desconocido, sin ninguna meta concreta. Como las posiciones que yo conocía estaban situadas siempre en cotas altas, no se
me había ocurrido que por aquellos parajes hubiera alguna. Pero cuando es posible que hubiera recorrido tan sólo unos seis o siete kilómetros, tuve que
frenar para no pisar un cable negro medio oculto en la tierra que atravesaba el sendero de rodadura. Pensé
que podría tratarse de un campo de minas y, sin pensármelo dos veces, sobrepasé
la amenaza con la bicicleta al hombro. Después volví a montarme en ella y
continué avanzando.
De repente, cuando iba abstraído en mis pensamientos, puede
que imaginándome los escenarios de guerra que recreaban los comics de la
colección Hazañas Bélicas, una de mis lecturas de adolescente, oí un
siniestro “¡Alto o disparo!”, seguido de un “¡Cabo de guardia!”, con un
inconfundible acento gallego. Frené en seco, dejé no sé por qué la bicicleta
en el suelo y esperé a que alguien hiciera acto de presencia. Frente a mí, a
unos cien metros de distancia, se adivinaba la silueta de una posición militar bajo una
tupida red de camuflaje, de la que emergieron dos sodado con sus fusiles en
posición de “prevengan”. Uno de ellos, al que distinguí por sus galones como
cabo, se adelantó hacia mí. Cuando estuvo cerca y me pudo ver con toda
claridad, colgó el mosquetón al hombro, cambió el gesto y me espetó: “¿Qué coño haces
por aquí?”. Había visto que el intruso no parecía un infiltrado procedente del
otro lado de la línea defensiva y se había relajado.
En aquella posición había unos quince hombres, en ese
momento al mando de un cabo primero, todos ellos algo mayores que yo, pero no mucho más. Como debían de estar muy aburridos y yo rompía la monotonía de la jornada, me
dejaron entrar en la trinchera, me enseñaron el mortero que tenían instalado y
pude contemplar la incomodidad que los rodeaba, unos camastros dentro de un par
de refugios subterráneos. A unos cincuenta metros de distancia de la fortificación, en un rincón apartado, las letrinas.
De repente, uno de los soldados dijo, “Mi primero, no creo
que al brigada le guste esta visita si se entera cuando vuelva mañana. “Sí, no os preocupéis, me voy”,
dije yo, dándome cuenta de que estaba comprometiendo la disciplina de aquellos
soldados. "Gracias por vuestra acogida y buen servicio".
Cuando volvía a Sidi Ifni empezaba a anochecer. Como acababan de explicarme que los cables que atravesaban el sendero eran de telefonía y que
por allí no había minas, esta vez no me detuve hasta llegar a casa.
Esa noche mientras cenábamos se lo conté a mi padre, quien me dijo que era un imprudente,
que podían haberme disparado y que no se me ocurriera repetir la experiencia. Le
hice caso y nunca más volví a las posiciones sin las autorizaciones y
acompañamientos preceptivos. Una pena, porque aquella escapada en solitario al "frente" había resultado una experiencia interesante para mi calenturienta imaginación.
Sí, muy interesante.
ResponderEliminarDe chico yo consideraba a Ifni y Sidi Ifni una especie de exótico paraíso africano donde correr aventuras entre las arenas del desierto y las playas.
Fernando
En realidad Ifni fue una colonia española durante muy pocos años, desde principio de los 30 hasta 1969 Cuando yo lo conocí el territorio ocupado se había reducido mucho. La ciudad de Sidi Ifni era bonita, con un barrio español muy bien trazado, y otro moruno con el típico aspecto de medina marroquí. Pero el resto de la zona era muy seco, sin ningún atractivo. Ni siquiera era desierto.
EliminarEso no quita que yo mantenga unos gratísimos recuerdos del poco tiempo que pasé allí.