Mis padres habían alquilado una casa en la plaza porticada
de Bañolas, un edificio de dos plantas, la de arriba apoyada sobre las arcadas
que la rodean, con una serie de balcones que se asomaban a los gigantescos plátanos que la adornan. En la parte de atrás había un pequeño jardín, que a mí por aquel
entonces me parecía tan grande como pudiera serlo la selva del Amazonas. Entre su fauna, una tortuga que campaba a sus anchas sin molestar a nadie, y en un pequeño estanque una colonia de diminutos renacuajos, que le ayudaron a mi padre a explicarme el fenómeno de la metamorfosis de los batracios.
Pero lo que constituye el centro de todos mis recuerdos es el lago de Bañolas, de algo más de dos kilómetros de longitud, rodeado de un impresionante paraje natural. Allí íbamos todos los días a bañarnos en unas instalaciones que se llamaban, y se siguen llamando, los Banys (los Baños), en los que unas pasarelas de madera (palancas) de aspecto palafítico se adentraban desde la orilla hacia el centro, estructuras que nos servían de trampolín para saltar como lo haría el mismísimo Johnny Weismüller en sus películas de Tarzán. Fue ese verano cuando aprendí a nadar o, mejor dicho, a prescindir de aquellos engorrosos flotadores de corcho, rudimentarios y toscos, pero muy prácticos,
Quizá haya sido el paso del tiempo el causante de que mi mente haya mitificado las experiencias de aquel verano. Fue ese año cuando tuve mi primera bicicleta, una flamante Vendrell de color azul, con la que con frecuencia me escapaba en solitario para dar grandes paseos por lugares que, aunque a mí me parecieran remotos y casi transfronterizos, no debían de estar a más de dos kilómetros o quizá tres de mi casa, generalmente por los alrededores del lago. La Puda, un antiguo balneario de aguas sulfurosas, que olían a muchos metros de distancia, era uno de mis lugares preferidos. Estaba situado junto al lago pequeño, una especie de anexo del grande, rodeado por un bosque de sauces llorones, que le daban al rincón el aspecto del cuento de Blancanieves y los siete enanitos. Se decía que por allí merodeaba un dragón gigante, una vieja leyenda que, aunque mi mente intentaba catalogar de falsa, nunca conseguía que mis temores desaparecieran del todo.
A Bañolas he vuelto varias veces a lo largo de mi
existencia movido por la nostalgia, intentando recuperar aquellas viejas vivencias, por
supuesto sin conseguirlo del todo. Las fotos fijas que guarda mi memoria han sido
barridas por la película de la realidad del paso del tiempo. Por eso, para no
desprenderme del todo del pasado, es por lo que recurro a mis recuerdos
de cuando en cuando; y aquel verano en Bañolas es una de mis fuentes preferidas, porque sospecho que los paseos en solitario al lago, navegando entre la fantasía y la inventiva, contribuyeron al desarrollo de mi propensión a la evasión mental.
Muy bonito Bañolas, la Plaza Mayor y su lago, que he recorrido en toda su extensión en, al menos, una ocasión.
ResponderEliminarGerona capital también me encantó.
Fernando
Totalmente de acuerdo contigo. El casco antiguo de Gerona es una joya. Allí viví dos años. La provincia no tiene desperdicio.
ResponderEliminar