21 de abril de 2024

Recuerdos olvidados 10. El lago de Bañolas

 

El verano de 1951, cuando yo todavía no había cumplido los 9 años, veraneamos en Bañolas. Después de haber pasado los primeros años de mi vida en Tetuán, entonces capital del Protectorado Español de Marruecos, un nuevo destino de mi padre nos había llevado a Gerona. Aquel cambio supuso para mí un contraste de tal envergadura, que muchos de aquellos recuerdos infantiles acuden a mi mente con frecuencia, difuminados pero insistentes. De alguno de ellos ya he escrito algo y confío en que con el tiempo siga recordando otros.

Mis padres habían alquilado una casa en la plaza porticada de Bañolas, un edificio de dos plantas, la de arriba apoyada sobre las arcadas que la rodean, con una serie de balcones que se asomaban a los gigantescos plátanos que la adornan. En la parte de atrás había un pequeño jardín, que a mí por aquel entonces me parecía tan grande como pudiera serlo la selva del Amazonas. Entre su fauna, una tortuga que campaba a sus anchas sin molestar a nadie, y en un pequeño estanque una colonia de diminutos renacuajos, que le ayudaron a mi padre a explicarme el fenómeno de la metamorfosis de los batracios.

Pero lo que constituye el centro de todos mis recuerdos es el lago de Bañolas, de algo más de dos kilómetros de longitud, rodeado de un impresionante paraje natural. Allí íbamos todos los días a bañarnos en unas instalaciones que se llamaban, y se siguen llamando, los Banys (los Baños), en los que unas pasarelas de madera (palancas) de aspecto palafítico se adentraban desde la orilla hacia el centro, estructuras que nos servían de trampolín para saltar como lo haría el mismísimo Johnny Weismüller en sus películas de Tarzán. Fue ese verano cuando aprendí a nadar o, mejor dicho, a prescindir de aquellos engorrosos flotadores de corcho, rudimentarios y toscos, pero muy prácticos, 

Recuerdo las pequeñas edificaciones repartidas de trecho en trecho por la orilla, con unas terrazas que se adentraban en el lago, cuyo propósito era el de servir de base para el ejercicio de la pesca con caña. A mí me gustaba contemplar a los pacientes pescadores a la espera de que alguna inocente carpa mordiera el anzuelo. No recuerdo haber visto nunca que alguno lo consiguiera, aunque nada tiene de particular, porque mucho más tarde aprendí que muy pocas veces los practicantes de este deporte consiguen el éxito. De lo que no me he olvidado es de la existencia de unas redes que cercaban  pequeñas zonas del lago junto a las pesqueras, en las que nadaban en cautividad algunos ejemplare de peces enormes, pescados en otro momento, entre ellos uno gigantesco al que todo el mundo llamaba Ramona.

Quizá haya sido el paso del tiempo el causante de que mi mente haya mitificado las experiencias de aquel verano. Fue ese año cuando tuve mi primera bicicleta, una flamante Vendrell de color azul, con la que con frecuencia me escapaba en solitario para dar grandes paseos por lugares que, aunque a mí me parecieran remotos y casi transfronterizos, no debían de estar a más de dos kilómetros o quizá tres de mi casa, generalmente por los alrededores del lago. La Puda, un antiguo balneario de aguas sulfurosas, que olían a muchos metros de distancia, era uno de mis lugares preferidos. Estaba situado junto al lago pequeño, una especie de anexo del grande, rodeado por un bosque de sauces llorones, que le daban al rincón el aspecto del cuento de Blancanieves y los siete enanitos. Se decía que por allí merodeaba un dragón gigante, una vieja leyenda que, aunque mi mente intentaba catalogar de falsa, nunca conseguía que mis temores desaparecieran del todo. 

Aquellos paseos en solitario, rodando sobre senderos que se me antojaban la ruta de la seda o las vías del transiberiano, cuando mi imaginación infantil todavía no ponía fronteras claras entre lo real y lo ficticio, me abstraían hasta el punto de que, lo he pensado muchas veces, debieron en algún modo contribuir a desarrollar mi carácter, esa parte introspectiva y soñadora, quizá algo huidiza de la realidad cuando ésta no me gusta, que luego me ha acompañado durante toda mi vida.

A Bañolas he vuelto varias veces a lo largo de mi existencia movido por la nostalgia, intentando recuperar aquellas viejas vivencias, por supuesto sin conseguirlo del todo. Las fotos fijas que guarda mi memoria han sido barridas por la película de la realidad del paso del tiempo. Por eso, para no desprenderme del todo del pasado, es por lo que recurro a mis recuerdos de cuando en cuando; y aquel verano en Bañolas es una de mis fuentes preferidas, porque sospecho que los paseos en solitario al lago, navegando entre la fantasía y la inventiva, contribuyeron al desarrollo de mi propensión a la evasión mental.

2 comentarios:

  1. Muy bonito Bañolas, la Plaza Mayor y su lago, que he recorrido en toda su extensión en, al menos, una ocasión.
    Gerona capital también me encantó.
    Fernando

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  2. Totalmente de acuerdo contigo. El casco antiguo de Gerona es una joya. Allí viví dos años. La provincia no tiene desperdicio.

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