No recuerdo muy bien a impulso de quién o de qué nació la
idea de presentarnos un grupo de amigos al capellán y ofrecernos voluntarios
como monaguillos, pero sí las lecciones previas, el dificultoso aprendizaje de
los latinajos y el empeño que poníamos los neófitos en aprender las lecciones
que nos daban. Sabíamos que en algún momento llegaría nuestro debut y no
queríamos hacer el ridículo delante de nuestros padres, de los padres de
nuestros amigos, de los médicos y de los enfermos.
En aquella época yo era un creyente convencido, por no decir
que ni se me pasaba por la imaginación cuestionar la veracidad de lo que representaban el boato y el orden y concierto con los que se celebraban
las misas, mucho más cuando regia la liturgia
preconciliar. Estaba tan convencido de que cualquier distracción podría
llevarme a cometer un pecado mortal o incluso un sacrilegio, que, parafraseando a Teresa Sánchez
de Cepeda Dávila y Ahumada, vivía sin vivir en mí. Las cosas han cambiado desde entonces, porque confieso que ahora todo lo que esté relacionado
con lo sobrenatural me parece perteneciente al reino de la imaginación y en algunos casos de la superstición.
En cualquier caso, me gusta recordar mi experiencia como monaguillo, porque, como de todo
se sacan lecciones en la vida, lo que aprendí entonces fue la
importancia de hacer las cosas con método, ahora se dice siguiendo
los protocolos o los procedimientos. Lo digo porque pienso que esa
predisposición de mi carácter a no improvisar, a planificar y a medir los
tiempos puede que proceda de mi época de monaguillo. No lo sé con seguridad,
pero es que a veces, cuando realizo alguna de las muchas tareas repetitivas y monótonas que todos nos vemos obligados a ejecutar al cabo del día,
me viene a la memoria aquella liturgia tan medida en los gestos, tan exacta en su mecánica y
tan meticulosa en los detalles, a cuyo buen resultado yo contribuía con mi modesta aportación de
monaguillo. Sin ánimo de crítica, sino todo lo contrario, me
parecían representaciones teatrales de gran calidad escénica.
Nuestra labor como acólitos, por cierto, no acababa con la celebración de las
misas, porque, ya metidos en el círculo clerical, el capellán contaba con
nosotros para todo aquello en lo que pudiéramos serle de utilidad. Una de esas
actividades eran las procesiones. Véase la foto adjunta y léase la nota bene.
NOTA BENE. En la vieja fotografía que conservo y que encabeza este
artículo, una reliquia del pasado que me ha servido de recordatorio para escribir este artículo, aparezco yo a la derecha (izquierda del crucifijo, truncado en la foto); el del centro es
mi amigo Pepe, con el que no he perdido la amistad durante los setenta años
transcurridos desde entonces; el de la izquierda Miguelito, de quien apenas mantengo algún difuso recuerdo. Obsérvese las batas blancas de los sanitarios y los uniformes de los
soldados.
Entrañables recuerdos, incluída la foto.
ResponderEliminarYo a esa edad también fui muy devoto.
Fernando
Fernando, yo devoto no era. Simplemente monaguillo.
EliminarNo dices si os bebíais el vino sobrante después de la misa, como hacían todos los monaguillos que he conocido.
ResponderEliminarAngel
No, no lo digo...
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