17 de marzo de 2024

Recuerdos olvidados 7. El perro rabioso

 

Durante los dos años que viví en el hospital militar de Barcelona, donde estaba destinado mi padre como oficial jefe de la administración del complejo -1953-1955-, viví algunas situaciones cuyo recuerdo tengo grabado en la memoria a fuego. Pero entre todas aquellas inolvidables anécdotas hay una que permanece tan viva en mi memoria, que a veces me llega en forma de insidiosa y reiterada pesadilla, con pequeñas modificaciones con respecto a lo que en realidad sucedió, pero tan semejante en lo fundamental que nunca me quedan dudas de cuál es el origen del sueño.

La familia de mi amigo Pepe tenía un perro de un tamaño que a mí se me antojaba enorme. No recuerdo su raza, pero sí que era un animal pacífico. Un día, sin que nadie supiera la razón, el animal mordió a una de sus hermanas, un bocado profundo y aparatoso en la pierna que requirió que los médicos tuvieran que coser la herida con varios puntos.

Como sospecharan que el animal pudiera tener la rabia, lo encerraron durante unos días en la azotea del depósito de cadáveres del hospital, para someterlo a observación y decidir si lo sacrificaban o no. El tanatorio estaba en un pequeño pabellón aislado en mitad de uno de los parques, muy apartado de los demás, un lugar al que a ninguno de nosotros nos gustaba acercarnos, no fuéramos a encontrarnos con alguna situación desagradable.

Mi amigo Pepe era el encargado de llevarle a diario la comida al perro. En un alarde de fantasía nos contaba a los amigos situaciones terroríficas que vivía cada vez que entraba en la sala del depósito de cadáveres, ruidos extraños que salían de debajo de las sábanas que los cubrían, movimientos casi imperceptibles pero evidentes de alguno de los muertos y lindezas por el estilo. Lo contaba con tanta naturalidad, que yo, que todavía no había cumplido los doce años, oía aquellas historias con cierto horror, pero sobre todo con envidiosa admiración hacia el valor de mi amigo.

Un día debí de hacer algún comentario que Pepe interpretó como que ponía en duda la veracidad de las explicaciones que daba sobre sus experiencias en el depósito de cadáveres. “Si no te lo crees -me dijo -, ven conmigo y compruébalo tú mismo. A no ser que seas un cagueta”.

La verdad es que a esa edad los muertos me producían pavor y hasta entonces afortunadamente pocos tratos había tenido con ellos. Pero como no quería admitirlo y pasar a la posteridad con fama de cobarde, acepté acompañarlo al día siguiente. Ni Pepe ni ninguno de mis amigos de la pandilla se reirían de mí.

Cuando llegó el momento, nos dirigimos los dos al tanatorio. Pepe abría camino y yo iba a la zaga. Recuerdo que se había hecho completamente de noche. Una lámpara oscilante sobre la puerta iluminaba débilmente  el entorno, contribuyendo a aumentar mis temores contenidos a duras penas. El silencio era absoluto, sólo roto por el ruido de nuestras pisadas sobra las hojas secas, quizá por el ulular del viento y acaso por nuestras respiraciones. Mi amigo abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo de su pantalón y encendió la luz.  Entramos en una gran sala amueblada con mesas de mármol, la mayoría vacías, salvo una de ellas, en la que bajo unas sábanas se adivinaba la silueta de un cuerpo humano. Atravesamos la gran habitación, subimos unas incómodas escaleras de hierro y accedimos a la azotea del edificio. En un rincón, más asustado que yo, estaba acostado el perro en cuarentena, que en vez de ladrar se limitó a soltar unos quejidos lastimeros.

Pepe colocó una caja con comida junto al animal y me dio un cazo vacío-. Baja y llénalo de agua. Hay una pila al pie de la escalera. –Me miró con una sonrisa malévola-. No tendrás miedo, ¿verdad?

Bajé la escalera. Tenía el estómago en la boca, el cuerpo me temblaba y el corazón estaba a punto de estallarme. Aunque intenté evitarlo, la vista se me fue hacia la mesa con el cadáver. Me pareció que había cambiado de posición, pero deduje que eran cosas de mi imaginación. Abrí el grifo del agua y, mientras se llenaba el cazo, observé con horror que el muerto iniciaba un movimiento para ponerse de pie. Tiré el agua al suelo y lancé un grito estruendoso.

Entonces, casi al unísono, unas carcajadas estrepitosas e incontenibles llegaron a mis oídos, unas procedentes de la terraza y otras del cadáver resucitado, que no era otro que Miguelito, otro de mis amigos, que se había conchabado con Pepe para gastarme una pesada broma.

El "hijos de puta" que salió de mi boca en aquel momento debe de estar recorriendo todavía las interminables galaxias del universo infinito.

2 comentarios:

  1. JAJAJA
    Interesante, con suspense
    Jajaja
    Fernando

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    Respuestas
    1. Fernando, ya sabes que en la vida hay situaciones "trágicas" que con el tiempo se convierten en "cómicas". Te puedo asegurar que cuando sucedió aquello no me reía.

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