Después de descansar un rato en el hotel, hacia las seis nos lanzamos de nuevo a la calle. Habíamos decidido que esa tarde de domingo la dedicaríamos a recorrer los alrededores del Paseo de la Independencia, una zona mucho más moderna que el casco antiguo de la ciudad, al que ya no volveríamos en esta ocasión.
Llegamos andando hasta La Plaza de Aragón, a escasos quince minutos de nuestro hotel. De allí nos dirigimos a la Puerta del Carmen, otro de los iconos de Zaragoza, no tanto por su importancia monumental como por su valor simbólico, ya que durante la Guerra de la Independencia constituyó uno de los centros de resistencia de los defensores de la ciudad contra los invasores franceses.
Después nos adentramos entre las calles que discurren tras las fachadas traseras de los edificios que bordean el Paseo de la Independencia. Como no teníamos nada concreto que hacer, dedicamos nuestro tiempo a curiosear aquí y allá. Pasamos frente al Hotel Palafox, quizá el de más categoría de la ciudad, que nos causó una magnífica impresión. Entramos en unos grandes almacenes, donde, aunque ese día estaban cerrados, en uno de sus patios unos aburridos Reyes Magos atendían a unos pocos niños, aterrorizados más que ilusionados.
Seguía haciendo un frio siberiano que ni siquiera nuestros gruesos chaquetones lograban mitigar. El viento se había calmado, pero la temperatura era tan baja que hubiera resultado incómodo prolongar nuestro paseo. Por eso decidimos refugiamos en la confortable calidez de un pub que encontramos al pasar por la calle Joaquín Costa. Eran ya cerca de las nueve y aún no sabíamos dónde cenaríamos, entre otras cosas porque la mayoría de los restaurantes habían echado el cierre dominical. Quizá, pensamos, en aquel lugar podrían hacernos alguna recomendación.
Mientras contemplábamos distraídos a un grupo de hombres y mujeres, cuarentones que consumían las últimas horas del fin de semana trasegando whiskies y gin-tonics en animada conversación, no exenta de ciertos coqueteos que presagiaban que algunos de ellos no acabarían la jornada separados, bebimos con parsimonia unas cervezas, Ámbar por supuesto, mientras hacíamos tiempo hasta la hora de cenar.
Después, siguiendo las indicaciones que nos acababa de dar el barman del pub, cruzamos la calle y entramos en un restaurante, de nombre El rincón de Costa, un juego de palabras con su dirección postal. Se trataba de un establecimiento que disponía de una gran barra y una docena de mesas alineadas frente a ella, además de un par de esos grandes barriles con taburetes alrededor, uno de los cuales nos apresuramos a ocupar. Cenamos unas tapas, acompañadas de unos vinos, y emprendimos el regreso al hotel, ya con ganas de disfrutar de una buena calefacción. La jornada y prácticamente el viaje habían terminado.
Cuando nos despertamos el lunes por la mañana, no nos dimos demasiada prisa en levantarnos porque nuestro tren no salía hasta las doce de la mañana. Desayunamos tranquilos, pagamos la cuenta y nos trasladamos a la estación de Delicias en taxi. El taxista, un simpático zaragozano, ya entrado en años, locuaz hasta por los codos, nos entretuvo describiendo el trazado del tranvía que atraviesa Zaragoza en su largo recorrido, criticando al Ayuntamiento, a su alcalde y al Consistorio al completo por haber creado una dificultad añadida al ya difícil tráfico de la ciudad. Según nos dijo, es el único en el mundo cuya plataforma está dedicada exclusivamente a los tranvías, que además, de acuerdo con la normativa municipal, no tienen que detenerse ante los semáforos en rojo. Se me antoja un disparate, pero lo cuento como me lo contaron.
Seguía haciendo frío y nuestro eficiente conductor nos informó que esa temperatura no era nada comparada con la que nos aguardaba dentro de la estación, porque, y cito textualmente, el frío en Zaragoza se origina en Delicias, que actúa como generador de bajas temperaturas.
La estación de ferrocarril de Delicias es una de esas obras mastodónticas, de dimensiones a mi juicio innecesarias, no por su superficie, que supongo adecuada al tráfico ferroviario que soporta, sino por su altura. La cubierta superior debe de estar a una distancia del suelo equivalente a un edificio de cuatro pisos, por lo que el volumen que encierra es inmenso. Puede, no lo voy a discutir, que desde un punto de vista arquitectónico tenga un gran valor, pero desde el de la comodidad deja mucho que desear. El taxista no había exagerado con respecto a lo del frío.
Pero como el AVE es una maravilla, llegó puntual y nos dejó en Madrid en aproximadamente hora y media. Cuando un poco más tarde entrábamos en casa, yo ya había decidido que publicaría mis impresiones de la visita a Zaragoza en este blog, escapada que entre otras cosas me había servido para quitarme de encima el complejo que tenía de apenas conocer mi ciudad natal.
Llegamos andando hasta La Plaza de Aragón, a escasos quince minutos de nuestro hotel. De allí nos dirigimos a la Puerta del Carmen, otro de los iconos de Zaragoza, no tanto por su importancia monumental como por su valor simbólico, ya que durante la Guerra de la Independencia constituyó uno de los centros de resistencia de los defensores de la ciudad contra los invasores franceses.
Después nos adentramos entre las calles que discurren tras las fachadas traseras de los edificios que bordean el Paseo de la Independencia. Como no teníamos nada concreto que hacer, dedicamos nuestro tiempo a curiosear aquí y allá. Pasamos frente al Hotel Palafox, quizá el de más categoría de la ciudad, que nos causó una magnífica impresión. Entramos en unos grandes almacenes, donde, aunque ese día estaban cerrados, en uno de sus patios unos aburridos Reyes Magos atendían a unos pocos niños, aterrorizados más que ilusionados.
Seguía haciendo un frio siberiano que ni siquiera nuestros gruesos chaquetones lograban mitigar. El viento se había calmado, pero la temperatura era tan baja que hubiera resultado incómodo prolongar nuestro paseo. Por eso decidimos refugiamos en la confortable calidez de un pub que encontramos al pasar por la calle Joaquín Costa. Eran ya cerca de las nueve y aún no sabíamos dónde cenaríamos, entre otras cosas porque la mayoría de los restaurantes habían echado el cierre dominical. Quizá, pensamos, en aquel lugar podrían hacernos alguna recomendación.
Mientras contemplábamos distraídos a un grupo de hombres y mujeres, cuarentones que consumían las últimas horas del fin de semana trasegando whiskies y gin-tonics en animada conversación, no exenta de ciertos coqueteos que presagiaban que algunos de ellos no acabarían la jornada separados, bebimos con parsimonia unas cervezas, Ámbar por supuesto, mientras hacíamos tiempo hasta la hora de cenar.
Después, siguiendo las indicaciones que nos acababa de dar el barman del pub, cruzamos la calle y entramos en un restaurante, de nombre El rincón de Costa, un juego de palabras con su dirección postal. Se trataba de un establecimiento que disponía de una gran barra y una docena de mesas alineadas frente a ella, además de un par de esos grandes barriles con taburetes alrededor, uno de los cuales nos apresuramos a ocupar. Cenamos unas tapas, acompañadas de unos vinos, y emprendimos el regreso al hotel, ya con ganas de disfrutar de una buena calefacción. La jornada y prácticamente el viaje habían terminado.
Cuando nos despertamos el lunes por la mañana, no nos dimos demasiada prisa en levantarnos porque nuestro tren no salía hasta las doce de la mañana. Desayunamos tranquilos, pagamos la cuenta y nos trasladamos a la estación de Delicias en taxi. El taxista, un simpático zaragozano, ya entrado en años, locuaz hasta por los codos, nos entretuvo describiendo el trazado del tranvía que atraviesa Zaragoza en su largo recorrido, criticando al Ayuntamiento, a su alcalde y al Consistorio al completo por haber creado una dificultad añadida al ya difícil tráfico de la ciudad. Según nos dijo, es el único en el mundo cuya plataforma está dedicada exclusivamente a los tranvías, que además, de acuerdo con la normativa municipal, no tienen que detenerse ante los semáforos en rojo. Se me antoja un disparate, pero lo cuento como me lo contaron.
Seguía haciendo frío y nuestro eficiente conductor nos informó que esa temperatura no era nada comparada con la que nos aguardaba dentro de la estación, porque, y cito textualmente, el frío en Zaragoza se origina en Delicias, que actúa como generador de bajas temperaturas.
La estación de ferrocarril de Delicias es una de esas obras mastodónticas, de dimensiones a mi juicio innecesarias, no por su superficie, que supongo adecuada al tráfico ferroviario que soporta, sino por su altura. La cubierta superior debe de estar a una distancia del suelo equivalente a un edificio de cuatro pisos, por lo que el volumen que encierra es inmenso. Puede, no lo voy a discutir, que desde un punto de vista arquitectónico tenga un gran valor, pero desde el de la comodidad deja mucho que desear. El taxista no había exagerado con respecto a lo del frío.
Pero como el AVE es una maravilla, llegó puntual y nos dejó en Madrid en aproximadamente hora y media. Cuando un poco más tarde entrábamos en casa, yo ya había decidido que publicaría mis impresiones de la visita a Zaragoza en este blog, escapada que entre otras cosas me había servido para quitarme de encima el complejo que tenía de apenas conocer mi ciudad natal.
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