6 de octubre de 2020

La ciudad dormida


Hace unos días, como solemos hacer con frecuencia, mi mujer y yo fuimos a dar una vuelta por el centro de Madrid, para disfrutar de una ciudad en la que cada día descubrimos nuevos rincones, por mucho que ya antes los hayamos visitado. Durante un par de horas recorrimos las calles que rodean la Puerta del Sol, contemplando las obras ya terminadas del llamado complejo Canalejas, es decir la remodelación de la sede del antiguo Banesto y de otros seis edificios colindantes, una obra impresionante desde el punto de vista arquitectónico, ya que, manteniendo en su integridad las antiguas fachadas de finales del siglo XIX con su rebuscada ornamentación, ha supuesto la reestructuración completa de sus espacios habitables. Un auténtico alarde de ingeniería civil.

Pero no es de esta obra sobre lo que hoy quiero escribir, sino sobre la sensación que me causó comprobar la soledad de las calles de una ciudad que, a esas horas, entre las doce y las dos del mediodía, en situación normal suele rebosar vitalidad y alegría, algarabía y bullicio. No sólo el tráfico era prácticamente inexistente, sino que además apenas se veían viandantes. Los autobuses, que circulaban con total normalidad, iban medio vacíos, con no más de dos o tres viajeros, y los taxis deambulaban arriba y abajo casi todos libres.

Nos sentamos en la terraza del Círculo de Bellas Artes, enfrente de la confluencia de la Gran Vía con la calle de Alcalá, un lugar estratégico que en otras ocasiones me ha permitido contemplar el ajetreo de la ciudad en plena ebullición, pero desde el cual ese día sólo se percibía un abrumador silencio y una quietud inexplicable, por no decir tristeza y miedo. La ciudad estaba dormida, seguramente muy a pesar de lo que hubieran deseado sus ciudadanos, que, aunque nadie de momento les había restringido la movilidad, preferían la reclusión domiciliaria a exponerse al peligro del contagio. Como suele ocurrir en tantas ocasiones, mientras los políticos discuten, los ciudadanos se adelantan y se ponen a buen recaudo.

Dicen que las discrepancias entre la comunidad autónoma de Madrid y el gobierno de la nación estriba en que los primeros no quieren paralizar la economía y los segundos prefieren dar un frenazo momentáneo, detener la transmisión del virus, para después, cuando las aguas hayan vuelto a su cauce, impulsar la actividad económica. Pero lo curioso es observar que, con independencia de la posición de los gobernantes autonómicos, con más tintes de posicionamiento ideológico que de preocupación por los ciudadanos, la ciudad se haya parado sin que nadie hubiera dado todavía la orden para ello.

Isabel Díaz Ayuso, que no sólo no ha querido llegar a un acuerdo con el ministerio de Sanidad, sino que además, una vez rota la baraja, ha decidido recurrir la orden ministerial que impone restricciones a la movilidad, debería tener en cuenta que estas medidas, ahora de obligado cumplimiento, ya las habían puesto en marcha los ciudadanos. A mí me da la sensación de que la presidenta de Madrid, llevada por su propia vehemencia, ha sido incapaz de echar el freno, a pesar de que, por muchos alientos que reciba de los suyos -muy pocos, por cierto-, no cuenta con el respaldo de nadie más, ni siquiera de sus socios de gobierno. La economía, le guste o no, se ha ralentizado, porque el miedo y la inseguridad pueden más que el hambre.

No sé cómo acabarán los recursos interpuestos por la comunidad de Madrid, porque en ocasiones los caminos de la justicia son inescrutables.  Pero de lo que sí estoy seguro es de que  la transmisión del virus en Madrid estaba descontrolada, el sistema sanitario crujía con estruendo y el gobierno de Madrid se había limitado a encerrar en sus fronteras a los habitantes de determinados barrios, mientras que sus vecinos campábamos por nuestros respetos. La medida impuesta ahora tiene mayor alcance -no tanto como considero necesario- y, aunque no fuera más que por eso, también mayor eficacia.

Ojalá las nuevas medidas vayan adelante y Madrid recupere pronto la normalidad perdida. Los amantes de pasear por sus calles podremos volver entonces a nuestra vieja costumbre.

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