20 de febrero de 2015

La Cuesta de Moyano



Con esto de que me conviene andar y necesito siempre algún pretexto para vencer la pereza que me da pasear por pasear, me acerco con cierta frecuencia a la Cuesta de Moyano, un trayecto de aproximadamente veinte minutos, a buen paso, desde mi casa. Recorrer sin prisas la hilera de librerías al aire libre, primero en un sentido y después en el otro, entretenerme en leer las solapas de los libros que se exhiben sobre las mesas sin que nadie me moleste, buscar alguna sorpresa que me decida a comprar alguno (nunca salgo con las manos vacías) o consultar a los libreros por la disponibilidad de algún volumen descatalogado, es un ritual que supone para mí una satisfacción difícilmente comparable a otras.

Suelo decir que me considero un bibliófilo en el amplio sentido de la palabra, porque no sólo disfruto con la lectura, también con la posesión del libro, con su tacto y hasta con el placer de contemplarlo en las estanterías de mi casa. Cuando viajo a algún sitio por primera vez, lo primero que hago es buscar librerías y visitarlas para comprar libros o simplemente para disfrutar del lugar, como quien se recrea durante el recorrido de una catedral gótica o de un monumento romano.

Empecé a leer libros que no fueran textos escolares a una edad muy temprana, hacia los once años, y desde entonces no he dejado de hacerlo hasta ahora. He pasado por distintas etapas, tanto en cuanto a estilos como a la frecuencia de lectura, y esto me ha ido dando una ligera visión de conjunto de la literatura, en cualquier caso muy pequeña comparada con la inmensa extensión de la bibliografía universal. Una gota insignificante en la grandiosidad del océano.

He llegado incluso a imponerme una cierta disciplina de lectura, en calidad y en cantidad. Si detecto carencia de autores o de estilos (tengo muchas y muy variadas), procuro corregirla dedicando algún tiempo a tapar ese agujero. A veces, no me importa confesarlo, un libro no me dura entre las manos más allá de las cincuenta primeras páginas, o porque el estilo no sea de mi agrado o quizá porque el argumento me parezca banal, lo que no significa, ni mucho menos, que no merezca la atención de otros lectores. Es mi criterio quien decide y no puedo asegurar que sea correcto.

Si hablo hoy de la lectura, no es para aconsejarla como fuente de conocimientos, que por supuesto lo es, sino para señalar su ejercicio como un inagotable manantial de placeres. La lectura, para los que hemos llegado a disfrutarla de ese modo, es una actividad lúdica, que te evade durante unos momentos de tu propia realidad y te sumerge en un mundo paralelo al tuyo, distinto pero siempre con algún parecido que te permite comprenderlo. Es una gimnasia mental que no requiere más aparato que las neuronas de tu cerebro, cuya intensidad el lector maneja a su antojo o quizá al dictamen de los propósitos del escritor. La lectura no puede compararse a ningún otro entretenimiento, es distinto por su naturaleza de ejercicio introspectivo.

Observo con inquietud que el hábito de leer está muy poco extendido, puede que cada vez menos. Sospecho que la razón esté en nuestro sistema educativo, que enfoca el aprendizaje de la literatura como simple enumeración de autores, no como obligado análisis de sus obras. ¿De qué sirve conocer a pies juntillas la larga lista de las obras de Lope de Vega si luego no se dedica ni un minuto al análisis de alguna de ellas? ¿Qué objeto tiene aprender los nombres de los grandes de la literatura rusa si no se acompaña con la lectura de “Crimen y castigo” o de “Los hermanos Karamazov”?

Pero doctores tiene la iglesia. Yo desde aquí lo único que puedo hacer es recomendar que se lea, para así disfrutar de uno de los mejores entretenimientos que uno puede encontrar en la vida. Porque la lectura es cultura, cómo no, pero también placer.

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