Qué aficionados somos a utilizar generalizaciones como herramientas dialécticas. Supongo que se debe a que generalizar significa simplificar y es más fácil manejar lo simple que lo complejo. Para qué voy yo a complicarme la vida dando explicaciones exhaustivas que ilustren o avalen mis ideas, cuando puedo hacerlo aportando generalidades que abarquen aquello que pretendo demostrar.
Lo que sucede es que cuando se usan generalizaciones se pierde rigor, entre otras cosas porque uno se aleja de la realidad de lo que se propone describir. Se da por sentado un marco general de comportamiento, para inferir a continuación que cualquier sujeto amparado por las mismas circunstancias tiene que responder a las características comunes de su población.
Oí decir el otro día a alguien -sólo es un ejemplo, pero estoy seguro de que el lector encontrará muchos otros- que la sociedad de un determinado lugar de España era muy cerrada, lo que esgrimía como prueba irrefutable de que la persona de la que hablábamos en aquel momento era poco transparente. Definía un escenario y situaba al objeto de su crítica dentro de su decorado. Para qué recurrir a mejores pruebas: si lo primero es cierto, lo segundo también.
Ocurre sin embargo con frecuencia que las apreciaciones generales que se utilizan no son ciertas, suelen ser puras conjeturas y en la mayoría de los casos prejuicios. Se establece de esa forma un primera premisa falsa, dar por hecho que existen unas características irrefutables que definen una realidad, lo que adultera la conclusión. Además, segunda premisa falsa, se asegura que todos los que pertenecen a ese colectivo responden a los mismos patrones de conducta. Nada más lejos de la realidad.
Recuerdo una escena que vi en alguna película española hace muchos años, cuyo título he olvidado, en la que sucedía un diálogo muy parecido al que viene a continuación.
-Vosotras, las suecas, sois muy libres –aseguraba un nativo celtibérico a una rubia despampanante sentada a su lado en una playa del sur de España.
-Yo no soy sueca, soy danesa –contestaba la nórdica adivinando las intenciones del español.
-¿Danesa? ¿De Dinamarca? Bueno, eso está al lado de Suecia.
-Sí, pero procedo de la parte continental, la fronteriza a la puritana Alemania. Además, mi madre era polaca, de la católica Polonia.
No quiero alargarme en el diálogo, entre otras cosas porque lo transcribiría mal. Pero sí recuerdo que mientras que el José Luis López Vázquez de turno continuaba con su asedio, la Katia Loritz que le daba réplica reculaba en su árbol genealógico, hasta llegar a demostrar que en realidad procedía de los antiguos Estados Pontificios. Intentaba salirse del marco donde la había situado el galanteador, para así frenar sus pretensiones.
Por cierto, no recuerdo como acababa la escena. Pero ese es otro tema que nada tiene que ver con el uso de lugares comunes sino con el cine español de aquella época olvidada.
Lo que sucede es que cuando se usan generalizaciones se pierde rigor, entre otras cosas porque uno se aleja de la realidad de lo que se propone describir. Se da por sentado un marco general de comportamiento, para inferir a continuación que cualquier sujeto amparado por las mismas circunstancias tiene que responder a las características comunes de su población.
Oí decir el otro día a alguien -sólo es un ejemplo, pero estoy seguro de que el lector encontrará muchos otros- que la sociedad de un determinado lugar de España era muy cerrada, lo que esgrimía como prueba irrefutable de que la persona de la que hablábamos en aquel momento era poco transparente. Definía un escenario y situaba al objeto de su crítica dentro de su decorado. Para qué recurrir a mejores pruebas: si lo primero es cierto, lo segundo también.
Ocurre sin embargo con frecuencia que las apreciaciones generales que se utilizan no son ciertas, suelen ser puras conjeturas y en la mayoría de los casos prejuicios. Se establece de esa forma un primera premisa falsa, dar por hecho que existen unas características irrefutables que definen una realidad, lo que adultera la conclusión. Además, segunda premisa falsa, se asegura que todos los que pertenecen a ese colectivo responden a los mismos patrones de conducta. Nada más lejos de la realidad.
Recuerdo una escena que vi en alguna película española hace muchos años, cuyo título he olvidado, en la que sucedía un diálogo muy parecido al que viene a continuación.
-Vosotras, las suecas, sois muy libres –aseguraba un nativo celtibérico a una rubia despampanante sentada a su lado en una playa del sur de España.
-Yo no soy sueca, soy danesa –contestaba la nórdica adivinando las intenciones del español.
-¿Danesa? ¿De Dinamarca? Bueno, eso está al lado de Suecia.
-Sí, pero procedo de la parte continental, la fronteriza a la puritana Alemania. Además, mi madre era polaca, de la católica Polonia.
No quiero alargarme en el diálogo, entre otras cosas porque lo transcribiría mal. Pero sí recuerdo que mientras que el José Luis López Vázquez de turno continuaba con su asedio, la Katia Loritz que le daba réplica reculaba en su árbol genealógico, hasta llegar a demostrar que en realidad procedía de los antiguos Estados Pontificios. Intentaba salirse del marco donde la había situado el galanteador, para así frenar sus pretensiones.
Por cierto, no recuerdo como acababa la escena. Pero ese es otro tema que nada tiene que ver con el uso de lugares comunes sino con el cine español de aquella época olvidada.
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