Creo que ya he confesado en estas páginas alguna vez que me honro con el trato que me dispensan algunos amigos catalanes, relaciones que proceden, o de mi etapa infantil en Cataluña, o de cuando durante casi una década sin interrupción disfrutaba de un mes completo de vacaciones estivales en la Costa Brava (concretamente en la playa de Sant Antoni de Calonge), o de cuando en la empresa donde trabajaba mantuve un estrecho contacto humano con un departamento de profesionales que yo dirigía desde Madrid. No son muchos, porque de la primera época ha pasado demasiado tiempo y la distancia dificulta que las amistades perduren; de la segunda, o yo o mis vecinos de urbanización debíamos de ser muy selectivos a la hora de establecer amistades duraderas y sólo perduran las que mantengo con unos cuantos; y de la tercera, las jubilaciones han ido dispersando poco a poco el grupo. Pero, aunque no sean demasiados, lo importante es que mis amigos catalanes son tan representativos del conjunto catalán, que espero que sus testimonios me ayuden a desbrozar el terreno que voy a pisar a continuación, áspero, confuso y lleno de trampas.
Me decía uno de ellos con ocasión de nuestra inexcusable felicitación telefónica de Navidad, que la sociedad catalana se había roto hasta extremos que se desconocen en el resto de España. Le preocupaba que fuera de Cataluña se tuviera una idea distorsionada de la realidad social de la situación y, como consecuencia, los españoles no catalanes estuvieran contemplando el conflicto con prejuicios centralistas, sin entender el exacto sentido que tenían las aspiraciones de una aplastante mayoría de catalanes Temía que sólo les llamara la atención las proclamas separatistas de unos cuantos y no prestaran atención o no fueran capaces de entender las reivindicaciones identificativas de la mayoría, incluyendo entre ellas el idioma. Por cierto, quien decía lo anterior pertenece a ese gran grupo que ahora llaman de unionista, en contraposición con el que forman los separatistas. Además, mi amigo, aunque domina el catalán, no lo utiliza a diario, aunque sí lo hagan sus numerosos hijos y nietos.
Me explicaba otro de mis amigos catalanes, también hace unos días, que observaba en el resto de España un distanciamiento paulatino de Cataluña, quizá como consecuencia del desconocimiento de la situación real, acrecentado a partir de las elecciones generales, cuando algunos han enarbolado la bandera de la unidad de España como talismán que los librara de sus derrotas electorales. No entendía que no se pudieran alcanzar acuerdos que consiguieran, de una vez por todas, resolver el encaje de Cataluña en España, nunca hasta ahora logrado a satisfacción de las distintas partes.
Voy a copiar textualmente a continuación un párrafo extraído de cierto ensayo histórico. Después daré algunos datos:
Si se me permite la metáfora antropomórfica (de corte romántico, lo reconozco), para mí, Cataluña y España son mi familia sentimental, mi padre y mi madre (o viceversa) en la esperanza de que Europa se convierta en mi consorte. A veces creo que lleva razón una y a veces otra, y a veces ninguna o las dos su parte de razón. Y desde luego rechazo que alguna de ellas desprecie e ignore a la otra, que la convierta en el enemigo deshumanizado a batir haciendo de muchos ciudadanos como yo unos verdaderos prisioneros en una dialéctica de enfrentamiento que no deseamos.
Y más adelante añade:
La realidad española tiene futuro en la medida en que sepa respetar, amar y hacer suyas a quienes la componen: las Españas.
Las citas anteriores están contenidas en el libro “Cataluña y el absolutismo borbónico”, que obtuvo el último premio Nacional de Historia. Su autor es Alberto Fernández (L´Hospitalet de Llobregat, 1954), actual rector de la Universidad de Lleida. Recomiendo a los que de verdad estén preocupados por mantener la unidad de España que lo lean y extraigan conclusiones.
Cuento todo lo anterior, porque ni muchos de mis amigos catalanes ni algunos rigurosos ensayistas pueden entender ciertas reacciones que se producen fuera de Cataluña, salvo que partan del desconocimiento o del prejuicio. Yo tampoco.
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