Supongo que algunos al leer lo que acabo de expresar dirán que su caso es especial, que ellos han conseguido vivir donde siempre han querido. Pero mucho me temo que los que así objeten mi aseveración no estarán diciendo toda la verdad, no porque mientan, sino porque no se han puesto a analizar con objetividad el cúmulo de circunstancias de su vida que los ha llevado a residir donde residen.
Sucede que, cuando se es mínimamente optimista, se ejerce el principio de hacer de la necesidad virtud, es decir, convertir lo nevitable en lo deseado, actitud que, sin negar sus efectos saludables para la mente de quien la ejerce, no deja de ser un ardid para dar la espalda a la realidad. Yo, por ejemplo, cada vez que descubro algún lugar del planeta que me parece idílico, mi mente se pone a especular sobre cómo sería mi vida si viviera allí; pero siempre termino pensando que no cambiaría mi ciudad por otra, ni mi calle ni mi portal ni mi piso. Sé que estoy haciendo de la necesidad virtud, pero me ayuda a no meterme en disquisiciones infructuosas y sin sentido.
Recomendaría a los que se pasan el día dándole vueltas a las incomodidades del lugar donde residen que meditaran con detenimiento en qué cambiaría su existencia con un cambio. No me refiero, por supuesto, a mudarse a un nuevo piso dentro de su pueblo, de su barrio o de su ciudad, sino a modificar por completo la forma de vida mediante un cambio drástico de lugar, esas entelequias con las que todos jugamos con frecuencia, sobre todo cuando alguna de las circunstancias que nos rodean no son del todo de nuestro agrado. Es muy posible que, si de verdad analizan la situación con detenimiento, concluyan que su insatisfacción no procede del lugar donde viven, sino de causas completamente ajenas a esta circunstancia.
Es verdad que yo me siento a gusto viviendo en una urbe y por tanto se me puede acusar de parcial en este tema. Pero es así no porque lo lleve en los genes, sino porque la realidad de la vida me ha convertido en habitante de una gran ciudad, a la que cada día que pasa me siento más ligado, en vez de acusarla de todas las desdichas que me sucedan. Al fin y al cabo, eso que llamamos felicidad es algo tan subjetivo, tan inmaterial, que sólo hay una forma de conseguirla, mediante el ejercicio de la mente.
Hay un viejo chiste -algo grosero y que por conocido no voy a repetir- que termina recomendando que dadas las circunstancias lo mejor es relajarse y procurar disfrutar.
Pues eso.
Yo valoro mucho el silencio y el paisaje, de ahí que, en cuanto fui independiente me fui a vivir al campo, y, desde que me jubilé, al monte. Algunas veces pienso que me gustaría vivir en una casa un poco más grande, pero siempre que estuviera rodeada de flora, fauna y ríos.
ResponderEliminarFernando, es muy bueno estar a gusto en el sitio donde se vive. Otra cosa es que no sean las circunstancias de la vida de cada uno de nosotros las que nos hayan llevado al lugar concreto donde residimos. Esa es mi teoría.
EliminarInteresante reflexión pero creo que todos somos libres para poder elegir cómo y dónde vivir. En cualquier caso se plantea como sustitutivo uno de otro cuándo pueden ser
ResponderEliminarComplementarios y poder disfrutar de ambos sitios. De todas formas yo en principio no volveré a la ciudad, estoy en un momento feliz y descubriendo y aprendiendo cosas nuevas a diario en este nuevo entorno.
Contesto a Anónimo. El sistema a veces me juega pasadas y no puedo contestar como autor. Pero soy Luis Guijarro.
ResponderEliminarNo he pretendido hablar sobre el dilema campo ciudad, sino sobre que son las circunstancias de nuestra vida las que nos llevan a vivir donde vivimos. Lo cual no significa que no nos guste el sitio. En tu caso, por lo que dices, vives en el campo y no volverás a la ciudad. Me parece perfecto.