2 de junio de 2017

Además de patán, indigno de su cargo

Hace unos meses, cuando la toma de posesión del presidente Trump, escribí que el recién elegido para ostentar tan alta responsabilidad me parecía un patán o, dicho de otro modo más académico, alguien que desconocía por completo cómo debe uno comportarse en sociedad. Ahora, con la perspectiva que otorga el transcurso del tiempo, tengo que añadir que me entristece observar la falta de dignidad que le acompaña en el desempeño de sus funciones. No creo que se trate, como algunos opinan, de la actitud de alguien que pretenda ponerse el mundo por montera, sino del comportamiento de quien no tiene ni la más remota idea de la importancia del cargo que ocupa y del decoro al que obliga su ejercicio. Ni siquiera en sus filas, salvo minoritarias excepciones, se acepta de buen agrado tanta ramplonería y rebuscada vulgaridad.

Estoy leyendo un libro (The residence – inside the private world of the White House), un ensayo sobre la vida cotidiana dentro de las paredes de la Casa Blanca. Escrito por una periodista estadounidense (Kate Anderson Brower), relata de forma ágil y entretenida las vivencias de los presidentes americanos y sus familias, bajo el interesante punto de vista de los empleados de la casa presidencial, sean éstos mayordomos, camareros, responsables de la limpieza, cocineros, jardineros, agentes de los servicios secretos o altos ejecutivos de los gabinetes de apoyo. Por cierto, es un libro cuya lectura me atrevo a recomendar a mis amigos (desconozco si existen versiones en español).

Además de constituir un testimonio interesante sobre un mundo bastante desconocido por la mayoría de los ciudadanos estadounidense y del mundo entero, relata los comportamientos protocolarios y la vida familiar de varios presidentes de aquella nación, desde Heisenhower hasta Obama, un periodo tan extenso y con tantos protagonistas que permite mostrar al lector todo un catálogo de comportamientos. Lo cuento, porque si algo me ha llamado la atención, además del sinfín de anécdotas ilustrativas de las trastiendas de la alta política americana, es la dignidad protocolaria que por lo general acompaña a los presidentes de aquel país y a quienes los rodean. Al fin y al cabo, el presidente de los Estados Unidos, como cualquier primer mandatario, está obligado a representar a su país con la máxima dignidad.

Pues bien, Donald Trump rompe moldes, se sale de convencionalismos, hace mofa de los protocolos oficiales, ningunea a los mandatarios de otros países y se comporta como si el mundo fuera de su propiedad. Los manotazos al presidente de Montenegro para situarse en primera fila de la foto, la medio samba que se marcó cuando oía el himno nacional de su propio país en un acto castrense o las malhumoradas regañinas a los periodistas congregados en más de una rueda de prensa son actitudes que ponen de manifiesto que pretende dirigir a su nación, y de paso a las demás, como un capataz negrero. No tiene ni la menor ida de lo que significan el tacto, la cortesía o la diplomacia, porque ni debieron enseñarle a ejercitar estas capacidades cuando procedía haberlo hecho ni ha debido de tener necesidad de utilizarlas a lo largo de su vida empresarial. Lo cierto es que se comporta con la desfachatez propia de un niño maleducado, de un zafio malhumorado.

Las palabras dignatario y dignidad proceden de la misma raíz lingüística. Por eso resulta llamativo que un alto dignatario carezca de la dignidad necesaria para ostentar su cargo.

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