2 de marzo de 2017

Cuidados paliativos. Algo está cambiando

A lo largo de unas recientes vivencias personales, muy tristes por otro lado, he tenido ocasión de conectar con cierta frecuencia con la sanidad pública, esta vez en calidad de simple espectador. Excuso decir que, con independencia de las dolorosas razones que han ocasionado estos contactos, he procurado tomar debida nota de lo que veían mis ojos, con el decidido propósito de comprobar si era cierto que los recortes impuestos por el gobierno de Rajoy han causado un serio vapuleo al sistema sanitario español, uno de los puntales más importantes del llamado estado del bienestar. Anticiparé, aun sin ánimo de ser derrotista, que la situación me ha parecido peor que la que me había imaginado.

El hospital de La Paz de Madrid, en otros tiempos paradigma de la sanidad pública española, ofrece hoy un aspecto de decrepitud mal disimulada, la sensación de que faltara dinero hasta para tapar los desconchones. Es cierto que el cuerpo sanitario -médicos, enfermeros, auxiliares y celadores- se desvive por hacer las cosas bien, pero se percibe en los profesionales un cierto ánimo de derrota, la sensación de que les estuvieran faltando los recursos necesarios para hacer su trabajo. No es que lo manifiesten de forma explícita, simplemente se nota en sus silencios, en sus gestos y en sus actitudes.

No quisiera entrar en casuística, porque lo que he visto me afecta tan de cerca que me dolería citar ejemplos. Baste con decir que he sido testigo de diagnósticos erróneos, de perdidas injustificadas de los resultados de ciertas pruebas y de retrasos en la toma de decisiones respecto al tratamiento adecuado, no porque los médicos no supieran lo que tenían que hacer en cada caso, sino como consecuencia de que la proporción entre el personal sanitario disponible y el número de enfermos por atender hace muy difícil que no se cometan errores.

Sin embargo, algo se salva del juicio tan crítico que acabo de hacer, los servicios de cuidados paliativos, a los que también he tenido ocasión de acercarme. Debo decir, y creo que no exagero un ápice, que lo que he visto me ha dejado una buena impresión, si se puede emplear esta frase en un asunto tan triste. Todo ha funcionado correctamente, no sólo con respecto a la accesibilidad, que ha sido rápida y diligente, también desde el punto de vista de la calidad de una asistencia sanitaria tan delicada como es la de atender a los enfermos desahuciados. Una atención, por cierto, que exige a los profesionales altos índices de preparación en los aspectos técnicos, en los psicológicos y, por encima de todo, en los humanos.

La impresión que me ha quedado es que estamos ante un cambio de mentalidad en ese mundo tan comprometido como es el de la toma de posición ante la muerte de los enfermos incurables. No quisiera hablar de eutanasia, porque en este país de radicalidad religiosa, de integrismo católico, la palabra pudiera ser manipulada. Pero no puedo dejar de considerar que los cuidados paliativos que yo he visto se parecen mucho a la muerte asistida, con la diferencia de que en un caso se provoca el final de manera activa y en el otro se permite morir al paciente sin martirizarlo con tratamientos inútiles, con placidez.

El día que se adopte como norma de conducta una ética laica, que prescinda de credos religiosos y se base exclusivamente en valores universales, en criterios ampliamente reconocidos y aceptados en cualquier lugar del planeta, la humanidad en su conjunto habrá dado un paso gigantesco. Esta experiencia me ha servido para comprobar que, a pesar de las intransigencias sectarias y de que la intolerancia religiosa siga presente, la sociedad avanza por delante de la lenta inercia de los legisladores, como tantas veces.

Mientras tanto, me reconforta pensar que algo está cambiando en el mundo de la atención a los enfermos incurables.

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