6 de diciembre de 2016

Las cosas de doña Manuela Carmena

Empezaré por decir que la actual alcaldesa de Madrid me cae bien. No es que me parezca una persona brillante ni una intelectual de vanguardia ni una política avezada, simplemente me cae bien, expresión que utilizo cuando no puedo ensalzar las virtudes de una persona, a pesar de que provoque en mí un cierto grado de simpatía. Supongo que es algo que procede de las entretelas del subconsciente y que no tiene explicación objetiva. Qué le vamos a hacer.

Pero en realidad no es de doña Manuela Carmena de quien quiero hablar hoy, sino de algunas controvertidas decisiones que ha tomado el ayuntamiento de Madrid, como la de cerrar al tráfico rodado, durante las fiestas de Navidad, la Gran Vía y las calles de Atocha y Mayor. Iba yo el otro día en un taxi, cuyo conductor era uno de esos individuos de labia fácil y poco poder de convicción, cuando al atravesar el centro de la ciudad el locuaz taxista sacó el tema a relucir, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, porque la moderación y la compostura me impiden en ocasiones ejercitar el derecho de legítima defensa. Excuso decir que por la boca de aquel hombre no salían más que furibundas diatribas e insultos desmedidos. Eso sí, de vez en vez me miraba por el retrovisor y decía “dicho sea sin faltar al respeto”.

Al principio pensé que sus iras podrían estar justificadas porque la medida estuviera causando perjuicios económicos al gremio de taxistas y, como consecuencia de mi suposición, a punto estuve de preguntarle por las razones de su atroz malestar. Pero no hizo falta, porque un poco más tarde, cuando circulábamos bajo la iluminación navideña recién estrenada, mi interlocutor cambió de tema y la emprendió con el luminario. ¿Por qué –se preguntaba- hay que suprimir en las guirnaldas las alegorías religiosas de toda la vida? Está claro –se contestaba- lo hacen porque a los moros no les gustan. Pues que se vuelvan a su tierra y que nos dejen disfrutar de la Navidad, que es católica (sic) y muy nuestra -concluyó.

Empezaba yo a hacerme una idea de la mentalidad del taxista que me había tocado en suerte ese día, cuando al pasar frente a Correos me preguntó, sin venir a cuento y sorprendiéndome en mis íntimas elucubraciones, si había visto alguna vez la fachada del conocido edificio iluminada con los colores del arco iris el día del orgullo gay. Eso sí –añadió- dinero para mariconerías que no falte. Desistí por tanto de investigar sobre el origen de sus enfados, porque la cosa ya empezaba a encajar.

Cuando estábamos llegando al final del trayecto, y a punto de terminar el pequeño tormento que me había tocado sufrir aquel día, en el momento que pasábamos bajo un adorno abstracto formado por docenas de luces de color liliáceo, le dije a mi interlocutor, procurando que en la entonación de mis palabras no se notaran indicios de animadversión: verá usted, a mí me gusta más ese dibujo que acabamos de pasar, que los angelitos con trompeta de toda la vida. Ahí sí que tiene usted razón -me contestó sin dudar.

Está visto que cada vez que un político se empeñe en cambiar las cosas, los juicios se formarán según el color del cristal con que se miren los cambios. Si no, que se lo pregunten a Esperanza Aguirre, que nada más y nada menos quiere llevar a la alcaldesa de Madrid a los tribunales de justicia por los perjuicios económicos que el cierre al tráfico de la Gran vía de Madrid está ocasionando a los comerciantes del barrio, después de haber medido a pasos la anchura de las aceras para documentar científicamente la tropelía municipal. O a esos que proclaman a voz en grito hasta desgañitarse que ya era hora de que se librara a los madrileños de la asfixiante contaminación que sufre la ciudad, que las personas son más importantes que los coches.

Cuánta exageración inútil.

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