2 de diciembre de 2016

Bombardeos en Alepo y liturgias religiosas

Veía yo el otro día un telediario cualquiera –no recuerdo exactamente cuál pero para el propósito de esta reflexión lo mismo da-, cuando tras contemplar unas dramáticas imágenes de unos niños muertos y otros heridos en alguno de los salvajes bombardeos que sufre la ciudad de Alepo, escenas que habían conseguido por su crueldad aguijonear mi conciencia, apareció en pantalla, acto seguido, casi sin solución de continuidad, la figura del Papa Francisco cerrando una lujosa puerta del Vaticano, labrada en oro, como símbolo de la clausura de alguna celebración católica, quizá del año de la Misericordia. Al fondo, docenas de prelados, ataviados con pomposas y extravagantes vestimentas, contemplaban circunspectos la escena, ensimismados en lo que para ellos debía de ser un acto de enorme trascendencia. Me levanté, mascullé algunas palabras, que prefiero no repetir, y apagué el televisor.

No pretendo coger el rábano por las hojas, ni mucho menos establecer una relación causa y efecto. La primero escena, la de la salvaje destrucción de vidas inocentes, nada tiene que ver con la segunda, la inútil ostentación y el superfluo boato. Pero la secuencia de las dos noticias, la de la hecatombe y la del lujo, me conmocionó. Parecía como si la redacción del telediario hubiera pretendido resaltar la barbarie, contrastándola con la inoperancia, y comparar el sufrimiento con la indolencia. Mientras que una guerra injusta (todas lo son pero algunas más) masacra a la población civil de una ciudad cercada desde hace meses, la máxima jerarquía de la Iglesia Católica, que tiene como uno de sus principios el amor al prójimo y entre sus virtudes teologales la caridad, se dedica a celebrar ceremonias inútiles, cargadas de lujo y fastuosidad.

Cuando alguien es asesinado en el mundo occidental, cuando se produce algún brutal atentado en un país desarrollado, la opinión pública se solivianta, protesta y pide a gritos que se tomen medidas drásticas. Es lógico, porque en esos momentos se percibe el peligro muy de cerca, casi en primera persona. Pero cuando las cosas suceden al revés, cuando las víctimas caen a racimos en los países que no pertenecen al primer mundo, la explicación más caritativa que puede oírse es que cómo no va a suceder lo que sucede si están en guerra. Una vara de medir que tiene la virtud de dejar las conciencias tranquilas, incluso diría yo que adormecidas.

La Iglesia, en cuya dirección espiritual tantos confían, debería tomar una actitud beligerante ante esta injusticia. Pero salvo raras exhortaciones a favor de la paz, o tibias condenas de las atrocidades que todos los días se cometen en tantos rincones del mundo, no suele comprometerse. No lo ha hecho hasta ahora ni creo que lo haga nunca. Al fin y al cabo, su interés fundamental se centra en la supervivencia de su organización, en mantener su hegemonía espiritual y material; y parece evidente que cerrar puertas de oro en el contexto de ciertas conmemoraciones ayuda más a este propósito que espolear las conciencias de los fieles.

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