23 de enero de 2019

Ideas o personas

En esto de las preferencias políticas, a algunos les resulta difícil separar a las personas de las ideas que representan. Con frecuencia la decisión del voto depende de la simpatía –muchas veces antipatía- que provoque el líder de turno. Se aparta a un lado la ideología, se mide el atractivo o repulsión de quien las defiende y se decide votar o no la lista que encabece en función del resultado subjetivo de la medición. Si me cae bien lo voto –dicen algunos- y si no elijo a uno de “los otros”, aunque siempre haya criticado sus ideas porque no son las mías.

Craso error, diría yo. Las personas desaparecen, porque la propia dinámica de la política las elimina con el tiempo; las ideas permanecen, al menos el núcleo central de las mismas. Y si se toman decisiones basadas en las simpatías o antipatías personales, se traiciona a las propias convicciones en función de un dato coyuntural, de una variable que probablemente mañana no estará ahí. Se ha elegido en función de lo circunstancial y no de lo substancial. Lo cual, al menos a mí, me crearía una cierta inquietud, un inevitable desasosiego por actuar con tanta frivolidad.

Yo he conocido políticos de todos los colores: altos, bajos, guapos, feos, flacos, gordos, simpáticos y antipáticos; y también otros que, sin que me gustaran algunas de sus propuestas políticas, representaban a mi opción preferida. Digamos, como le oí el otro día a Rajoy, que estaba dentro del paquete. Ninguna circunstancia personal ha hecho nunca que variara mi intención de voto, porque siempre he considerado que las características personales del líder en concreto quedaban disueltas en el conjunto de la organización.  El equilibrio de fuerzas que debe darse en cualquier organización política de carácter democrático impide que ni siquiera el cabeza de lista haga lo que le venga en gana. Sólo en los partidos de tinte autoritario se corre el riesgo de que la palabra del que manda se imponga sobre la propia organización.

Otra cosa es que las convicciones sean débiles, que uno lleve tiempo pensando en que no está eligiendo lo que en realidad desearía elegir, que haya ido cambiando sin darse o dándose cuenta su pensamiento político. En ese caso estaría en su perfecto derecho a votar a una opción que hasta hace poco no le gustaba. La fidelidad a ultranza a las ideas no tiene que ser necesariamente una virtud. Los electores tenemos capacidad de razonar, de juzgar las propuestas y, como consecuencia, de cambiar nuestras preferencias, en política o en cualquier otro orden de la vida. Pero en este caso que no se ponga como pretexto a las personas en concreto, porque hacerlo significa apoyarse en circunstancias que nada tienen que ver con el meollo de la cuestión.

En estos tiempos en los que todos los días –permítaseme la exageración- aparecen nuevos partidos con nuevos nombres a la cabeza, son muchos los que están cayendo en el error de ni siquiera leer las líneas generales de sus propuestas. Oyen al líder, lo miden antropológicamente, se quedan con alguna proclama que les suene bien, lo tildan inmediatamente de más firme, de más centrado, de más seguro, de más de lo que sea o les convenga, y se cambian de chaqueta. Las convicciones, el modelo de sociedad que hasta hace poco guiaba sus preferencias políticas ha quedado arrumbado a un lado. A las ideas las ha sustituido una figura, que no tardará demasiado en desaparecer de la primera línea de la política.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cualquier comentario a favor o en contra o que complemente lo que he escrito en esta entrada, será siempre bien recibido y agradecido.