Esta mañana he oído decir a un sagaz y avispado periodista en mi sesión de radio matutina, que por qué decimos fake news cuando disponemos en español de la maravillosa palabras paparrucha. Me he levantado de mi asiento como un resorte con la tostada en la boca -todavía no había terminado de desayunar-, he abierto el diccionario de la lengua española, he consultado por si fuera poco el María Moliner y me he encontrado con la siguiente definición: “noticia falsa y desatinada de un suceso, esparcida entre el vulgo”. Y a continuación con esta otra: “tontería, estupidez, cosa insustancial y desatinada”. Más claro el agua.
Quizá bastara con decir bulo, pero a partir de ahora diré paparrucha, no sólo porque el vocablo me fascina por su contundencia y sonoridad, también porque así podré llamar a los fake news makers “paparrucheros”. No tengo en la cabeza a nadie en concreto. Aunque si me dejara llevar por la imaginación, si bajara un poco la guardia de la debida prudencia, seguramente encontraría alguno de ellos entre los que se empeñan en construir un muro para separar EEUU de Méjico, argumentando que con él se evitaría la entrada de la acechante delincuencia sureña; o, más cerca de nosotros, entre los que aseguran que con esto de la inmigración corremos el riesgo de que millones de africanos nos invadan; o, a la misma distancia que los anteriores, entre los que explican que las mujeres en nuestro país no necesitan medidas especiales de protección contra la violencia machista, porque ésta no es más que un invento de exarcerbados radicales. Todos los días se oyen las innumerables paparruchas que cuentan los numerosos “paparrucheros” del mundo entero.
Pero a los nuestro, que en cuanto me descuido me voy por los cerros de Génova y sus aledaños. No estoy en principio en contra del uso de expresiones extranjeras, porque en ocasiones resuelven carencias propias. Si lo analizamos con detenimiento, todos los idiomas modernos se nutren de palabras ajenas; y el nuestro, a pesar de su inagotable riqueza, no iba a ser una excepción. Pero lo que sí me incomoda es esta moda de utilizar barbarismos innecesarios, por aquello del encanto sensual que tienen algunas palabras foráneas. Y también -no lo perdamos de vista- por la cursilería rampante que lucen algunos oradores posmodernos.
¿Por qué tenemos que hablar del core de un problema –palabra que le oí pronunciar hace unos días a un preboste de la política nacional- cuando podemos utilizar la palabra núcleo? Quizá, supongo, porque el político en cuestión quería dejar sentado ante el auditorio su cosmopolitismo, su dominio del inglés. ¿O por qué tenemos que utilizar la expresión black friday cuando ahora hasta los niños de guardería conocen su traducción? No creo que sea porque dicho así las rebajas sean mayores.
Confieso que yo también utilizo barbarismos. Claro que sí, porque al fin y al cabo las infecciones lingüísticas se propagan con facilidad y son difíciles de curar. Por eso digo smart phone, pen drive, look, copyright y tantos otros anglicismos al uso. E incluso utilizo, y no sé cómo remediarlo, la palabra blog. He leído por ahí que esta última podría traducirse por bitácora, pero la propuesta no me convence nada. También por cibersitio. ¡Qué horror! Espero que no me vea nunca obligado a utilizar alguna de estas traducciones, porque sería el final de mi hobby –afición o pasatiempo- de escribir en estas páginas.
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