8 de octubre de 2016

Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios

Si consideramos que los partidos políticos son organizaciones necesarias e imprescindibles para que la democracia funcione con corrección, y añadimos a nuestras reflexiones que lo mejor que le puede suceder a un país es disponer de un sistema político de libertades democráticas, es muy posible que lleguemos a la conclusión de que ese discurso tan de moda ahora de que primero España y después el partido es una auténtica memez, una estulticia que ofende a la inteligencia. Elegir en una coyuntura poselectoral adversa la estrategia que más conviene no es ir contra los intereses generales, sino decidir lo que más interesa hacer, dentro del panorama completo del juego democrático en el que se participa. Actuar así beneficia al partido, por consiguiente al sistema y por lo tanto al país.

Durante todo este largo proceso -traumático para unos e hilarante para otros- que ha concluido con la dimisión de Pedro Sánchez como secretario general del PSOE, por mi mente han pasado muchas reflexiones, unas a favor de aquél y otras en contra. Algunas las he manifestado en este blog y otras las he guardado a buen recaudo en mi interior. Pero entre ellas nunca ha figurado la de que sus propuestas lesionaran los intereses de la nación. En política hay que tomar decisiones y a veces se acierta y otras se yerra. No sólo en política, sino ante cualquier disyuntiva en la que haya que decidir un camino a recorrer. Por eso, las acusaciones de haber puesto en riesgo los intereses del país me parecen infundadas, incluso me atrevo a decir que malintencionadas.

Ahora nos encontramos ante una curiosa situación, la de que al PP pudiera interesarle repetir las elecciones. Sabe, como sabemos todos los que hayamos seguido la situación durante las últimas semanas, que la debilidad actual del PSOE le favorecería, porque los conservadores dan por hecho que algunos de sus votantes fieles caerían en la abstención, otros no tan fieles irían a parar a Podemos y, por qué no, quizá algún desencantado se dejara deslumbrar por la estabilidad de la que presumen los neoliberales y les diera su confianza. Eso significaría probablemente un cambio de pesos relativos entre derechas e izquierdas en el parlamento y por tanto poder gobernar con mayor soltura que con la composición actual. Si hicieran eso, si Rajoy rechazara presentarse a una nueva votación de investidura alegando que no cuenta con suficientes apoyos (ya lo hizo hace unos meses), se le podría acusar de falsario, de hipócrita, de oportunista y de muchas otras cosas, pero no de maniobrar contra los intereses de España. Pretender presidir un gobierno estable no es antipatriótico, por mucho que para lograrlo haya que recurrir a añagazas parlamentarias. Como no lo era que Pedro Sánchez dijera aquello de no es no. Una cosa son los errores y otra actuar contra los intereses generales.

De todas formas, y volviendo a la hipótesis de que Rajoy decidiera no presentarse ahora a la sesión de investidura, dando lugar con ello a unas nuevas elecciones- las terceras en menos de un año-, lo que sí quedaría de manifiesto es la hipocresía con la que habría pasado de tildar a Sánchez de antipatriota a actuar después de la misma forma que durante tanto tiempo ha estado condenando a voz en grito. Eso se lo deberían tener en cuenta sus votantes, pero ya se sabe que los comportamientos que faltan a la ética más elemental no pasan factura en las elecciones, como no la pasa la corrupción galopante que su gobierno ha tolerado durante los últimos años. Es curioso, pero parece como si a los electores se les pusieran ciertas vendas ante los ojos cuando van a votar. Los politólogos utilizan el eufemismo de que el electorado ya había amortizado el dato.

Aunque no me sirva de consuelo, este fenómeno no es exclusivamente español. No hay más que acordarse de Berlusconi o, más recientemente, de la nominación de Trump como candidato del partido republicano a la presidencia de EEUU.

No, no somos los únicos.

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