Para un entusiasta de las contingencias políticas no hay nada tan ilustrativo como los debates parlamentarios. El último, el de la moción de censura a Mariano Rajoy, no ha tenido desperdicio. No me refiero a las consecuencias, que también, sino a las escaramuzas dialécticas que han protagonizado unos y otros. Sucede sin embargo que han sido tantas, que me veo obligado a seleccionar sólo algunas para no sobrepasar el folio y pico habitual de mis entradas en este blog. Tiempo habrá para mayor abundamiento.
El expresidente del gobierno entró en el debate acusando en vez de defendiendo. Incluso llegó a perder su proverbial flema en algún momento, como cuando Sánchez anunció que iba a respetar los presupuestos recién aprobados. Debió de ver en ese momento que su caída era inevitable y no dudó en levantar el tono de voz y espetar aquello de ahora se los van a comer ustedes con patatas. Creo que fue en ese momento cuando tuve por primera vez la casi seguridad de que el señor Rajoy tenía las horas contadas como presidente del gobierno. Aquella finta política del candidato significaba dar al PNV el empujoncito que necesitaba para que otorgara el sí a la moción, y a un veterano político como es el censurado no se le escapó y no pudo evitar el exabrupto.
A Albert Rivera le faltó talla política. Tan empeñado estaba en que la única salida de la crisis era la convocatoria de elecciones, que no se le ocurrió cambiar su discurso en ningún momento. No tenía plan B, lo que significa que se había equivocado por completo en sus previsiones. Su discurso resultó patético, por un lado acusando al presidente del gobierno de ser la causa de los proverbiales siete males y por otro negando su apoyo a la moción de censura. El resultado fue que recibió descargas de alto voltaje desde todas las partes del hemiciclo, desde la derecha acorralada y desde la izquierda atacante. Creo -es una opinión personal- que todo el mundo le ha visto en esta ocasión al líder de Ciudadanos las entretelas de la incoherencia, la falta de madurez. Su pretendida imagen centrista se ha caído por los suelos. Ahora le va a costar un gran esfuerzo recomponer el discurso y acomodarse a la nueva situación.
El líder de Podemos, Pablo Iglesias, que no cuenta con mi afección política porque no le he visto hasta ahora una actitud realista en la defensa de los intereses de los más desfavorecidos, tuvo ayer un comportamiento que me sorprendió. Quise ver en él -no sé si me equivocaré- una cierta maduración, un reconocimiento de que la terca realidad social no le permite continuar con la utopía como bandera de las reivindicaciones, que hay que ir comiéndose el elefante de las injusticias sociales a cachitos, porque de otra forma uno se indigesta. Su tono fue cordial cuando dialogó en público con Pedro Sánchez y sus palabras elegidas con esmero. En cualquier caso, dice la Biblia que por sus frutos los conoceréis.
Pedro Sánchez jugó bien sus cartas, que no eran demasiado buenas. Sabía que el ordenamiento constitucional le permitía presentar y en su caso ganar una moción de censura y no dudó en hacerlo. Sólo debía convencer a los demás de que nada tenían que perder si le apoyaban y lo consiguió. Lo malo empieza ahora. Nadie sabe lo que pueda suceder. La oposición le va a atacar por los cuatro costados, no le va a permitir el más mínimo margen de maniobra, como ya se han encargado de amenazar sus voceros más preclaros. Ni siquiera puede esperar la más mínima lealtad en los asuntos de estado, porque los derrotados, PP y Ciudadanos, no se la van a conceder. Todo por tanto va a depender de dos cosas, en primer lugar de su talento político, en el que mantengo una cierta confianza, y en segundo del comportamiento de sus socios, respecto a los cuales no puedo evitar abrigar una cierta desconfianza. En cualquier caso, demos tiempo al tiempo.
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