Leí u oí el otro día que uno es de donde cursó la enseñanza secundaria. Como creo que casi todos los dichos populares tienen siempre algo de razón, si no toda, me dio por pensar en mi propio caso. Obligado por circunstancias familiares -los cambios de destino profesional de mi padre-, repartí los años del bachillerato entre Gerona, Barcelona y Madrid. Sin embargo no nací en ninguno de estas ciudades sino en Zaragoza, un lugar que visito de vez en vez y en el que, por mucho que intente lo contrario, me considero un extraño. Y quizá por eso, porque mi formación secundaria fue un tanto nómada, no me sienta muy del todo de ningún sitio o, dicho de otro modo más positivo, de todos por igual. Soy algo así como un apátrida de patria chica.
No sé si esto es bueno o es malo. De lo que no tengo la menor duda es que los excesivos apegos al terruño nunca han aportado al individuo nada que pueda considerarse favorable, sino que, por el contrario, suele cubrirlo de una especie de patina cateta, si por cateto entendemos lo contrario de lo que se entiende por cosmopolita. Los localistas no ven más allá de lo folclórico y de lo costumbrista, y terminan olvidándose de que el mundo continúa más allá de los límites de su término municipal. Embriagados por el colorido y la música, por los petardos y las charangas, pierden el sentido de la globalidad.
Pero es que además el localismo es la antesala del nacionalismo, como éste lo es del separatismo. Se empieza bailando la jota y abominando de la sardana -o al revés- y se termina con la cabeza escondida bajo el ala, la mejor manera de perder el sentido de la realidad. Es curioso observar como los más férreos enemigos de un determinado nacionalismo son a su vez incondicionales de otro de signo distinto.
Las rivalidades entre pueblos colindantes o entre regiones de un mismo país o entre naciones fronterizas tienen origen en el localismo. Si lo mío es lo mejor, lo de al lado tiene por fuerza que ser peor. Una reducción al absurdo que para ellos no admite discusión. Puede haber otras causas que provoquen esta animadversión, pero en mi opinión la más importante es el excesivo apego a tu localidad.
Por eso pienso que ser apátrida de patria chica no es tan malo. Te evitas un prejuicio y los prejuicios restan libertad. Cuando a uno le gusta tanto su pueblo, siempre ve en los demás lugares del mundo aspectos negativos. Se convierte en un endógamo, dicho sea en un sentido figurado. Sólo quiere estar con sus paisanos, con los que viven junto a él. Corre el riesgo de terminar siendo una persona que poco a poco se vaya olvidando del mundo hasta convertirse en un ser aislado. El localista es algo así como la antítesis del ciudadano del mundo. Aquel no ve más allá de las lindes de su localidad y a éstos el mundo se les queda pequeño.
Todo lo cual no quita que a mí me entusiasme mi pueblo y que cuando oigo cantar o veo bailar una jota me emocione. Lo cortés no quita lo valiente.
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