Cierta circunstancia familiar, concretamente uno de los destinos profesionales de mi padre, me llevaron a Cataluña cuando aún no había cumplido los nueve años. Allí viví durante cuatro, dos en Gerona y otros dos en Barcelona, a esa edad en la que se transita lentamente desde la infancia hacia la adolescencia, cuando todavía los prejuicios no han empezado a minar la libertad de pensamiento del ser humano. Años escolares, desde el ingreso al bachillerato de entonces hasta tercero, a principios de los años cincuenta, en plena dictadura, cuando todavía la guerra civil permanecía adherida al subconsciente de los españoles, no al mío, por supuesto, porque no la había conocido.
A pesar de los años transcurridos, mantengo los recuerdos de aquella etapa en mi memoria con claridad meridiana. Por aquella época cualquier referencia al separatismo estaba absolutamente prohibida, lo que no impedía que mi mente infantil percibiera los soterrados sentimientos catalanistas que mis compañeros de juegos traspiraban por los poros de su piel. Sin embargo, jamás noté animadversión alguna hacia mi condición de “castellà”, más allá de cierta curiosidad por mi acento, extraño a sus oídos.
Aprendí entonces a entender el alma catalana, y a distinguir entre las reivindicaciones de su personalidad histórica y las tendencias separatistas, dos cosas muy distintas desde mi punto de vista. Comprendí que era necesario que los de uno y otro lado de la sutil frontera cultural nos conociéramos mejor, para así desterrar prejuicios y facilitar la convivencia. Sin darme cuenta, me convertí en un admirador de Cataluña, a la que siempre vi como una parte de España, sin la que nuestro país sería muy distinto de lo que es.
Durante muchos años, a lo largo de los ochenta, estuve veraneando en las costas de Gerona, atraído, no sólo por la belleza de sus calas, sobre todo por el recuerdo de aquellos años. Renové amistades y tracé otras nuevas, y de la mano de ellas intenté profundizar en las costumbres catalanas. Incluso la comprensión de su idioma, aletargado durante tantos años de ausencia, volvió con facilidad a mis oídos.
El separatismo seguía ahí, por supuesto, pero muy arrinconado por la propia sociedad catalana. Ya estábamos en plena democracia, con las autonomías en marcha, y en el ambiente no sonaban tambores de ruptura, aunque sí de profundización en el autogobierno. La idea de separarse de España sólo se alojaba en la mente de una minoría.
Pero han pasado los años y las cosas han cambiado de forma alarmante, hasta el punto de que me resulta muy difícil casar aquellas impresiones, infantiles primero y juveniles más tarde, con lo que está sucediendo ahora. Esta mañana he seguido en directo la sesión del Parlamento catalán, en la que se ha aprobado la resolución que pone en marcha el proceso independentista; y he oído los argumentos de unos y de otros, auténtico diálogo de sordos. Nada que no supiéramos, por supuesto, porque las cosas han llegado a tal extremo que por mucho que se argumente poco van a cambiar las posiciones de unos y de otros. Y entre las frases pronunciadas, una que me ha dejado completamente anonadado: si no es ahora, si no somos nosotros, otros tomarán la antorcha y alcanzarán el objetivo.
No quiero hoy referirme a culpables de la situación con nombres y apellidos. Simplemente diré que haber llegado a estos extremos de ruptura no sólo es culpa de los separatistas, que por supuesto lo es. Las torpezas por desconocimiento y las maniobras por interés de los que tenían la responsabilidad de haber atajado la creciente sedición por medio de la política, del dialogo inteligente y de la negociación, han contribuido a alimentar las pretensiones de los rupturistas, les han brindado la oportunidad de seguir avanzando hacia sus irresponsables pretensiones. Ahora se detendrá la separación por medio de la exigencia del cumplimiento de la ley, pero el verdadero daño ya está hecho. Se conseguirá que Cataluña continúe de facto en España, pero será a costa de que varios millones de catalanes no lo quieran, número que lamentablemente irá creciendo día a día, porque las imposiciones no suelen gustar a nadie. Viviremos en un país al que una parte muy importante de su población no quiere pertenecer.
La Historia juzgará a unos y a otros, a los separatistas y a los separadores. Pero mientras tanto los españoles, catalanes o no, ya estamos sufriendo las consecuencias de la irresponsabilidad y de la ineptitud de unos cuantos.
A pesar de los años transcurridos, mantengo los recuerdos de aquella etapa en mi memoria con claridad meridiana. Por aquella época cualquier referencia al separatismo estaba absolutamente prohibida, lo que no impedía que mi mente infantil percibiera los soterrados sentimientos catalanistas que mis compañeros de juegos traspiraban por los poros de su piel. Sin embargo, jamás noté animadversión alguna hacia mi condición de “castellà”, más allá de cierta curiosidad por mi acento, extraño a sus oídos.
Aprendí entonces a entender el alma catalana, y a distinguir entre las reivindicaciones de su personalidad histórica y las tendencias separatistas, dos cosas muy distintas desde mi punto de vista. Comprendí que era necesario que los de uno y otro lado de la sutil frontera cultural nos conociéramos mejor, para así desterrar prejuicios y facilitar la convivencia. Sin darme cuenta, me convertí en un admirador de Cataluña, a la que siempre vi como una parte de España, sin la que nuestro país sería muy distinto de lo que es.
Durante muchos años, a lo largo de los ochenta, estuve veraneando en las costas de Gerona, atraído, no sólo por la belleza de sus calas, sobre todo por el recuerdo de aquellos años. Renové amistades y tracé otras nuevas, y de la mano de ellas intenté profundizar en las costumbres catalanas. Incluso la comprensión de su idioma, aletargado durante tantos años de ausencia, volvió con facilidad a mis oídos.
El separatismo seguía ahí, por supuesto, pero muy arrinconado por la propia sociedad catalana. Ya estábamos en plena democracia, con las autonomías en marcha, y en el ambiente no sonaban tambores de ruptura, aunque sí de profundización en el autogobierno. La idea de separarse de España sólo se alojaba en la mente de una minoría.
Pero han pasado los años y las cosas han cambiado de forma alarmante, hasta el punto de que me resulta muy difícil casar aquellas impresiones, infantiles primero y juveniles más tarde, con lo que está sucediendo ahora. Esta mañana he seguido en directo la sesión del Parlamento catalán, en la que se ha aprobado la resolución que pone en marcha el proceso independentista; y he oído los argumentos de unos y de otros, auténtico diálogo de sordos. Nada que no supiéramos, por supuesto, porque las cosas han llegado a tal extremo que por mucho que se argumente poco van a cambiar las posiciones de unos y de otros. Y entre las frases pronunciadas, una que me ha dejado completamente anonadado: si no es ahora, si no somos nosotros, otros tomarán la antorcha y alcanzarán el objetivo.
No quiero hoy referirme a culpables de la situación con nombres y apellidos. Simplemente diré que haber llegado a estos extremos de ruptura no sólo es culpa de los separatistas, que por supuesto lo es. Las torpezas por desconocimiento y las maniobras por interés de los que tenían la responsabilidad de haber atajado la creciente sedición por medio de la política, del dialogo inteligente y de la negociación, han contribuido a alimentar las pretensiones de los rupturistas, les han brindado la oportunidad de seguir avanzando hacia sus irresponsables pretensiones. Ahora se detendrá la separación por medio de la exigencia del cumplimiento de la ley, pero el verdadero daño ya está hecho. Se conseguirá que Cataluña continúe de facto en España, pero será a costa de que varios millones de catalanes no lo quieran, número que lamentablemente irá creciendo día a día, porque las imposiciones no suelen gustar a nadie. Viviremos en un país al que una parte muy importante de su población no quiere pertenecer.
La Historia juzgará a unos y a otros, a los separatistas y a los separadores. Pero mientras tanto los españoles, catalanes o no, ya estamos sufriendo las consecuencias de la irresponsabilidad y de la ineptitud de unos cuantos.
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