Desde hace algunos años, en
muchas plazas, plazuelas, rotondas, glorietas y avenidas de nuestros pueblos y ciudades
han empezado a aparecer de la noche a la mañana ridículos monumentos de dudoso
gusto. Pretenden ser vanguardistas, y a veces, no siempre, se proponen representar
simbólicamente alguna realidad relacionada con el lugar. Suelen ser grandes,
cuánto más mejor para sus promotores, y casi todos están construidos con elementos
muy simples, vigas de hierro retorcidas, mazacotes de cemento,
materiales de derribo o utensilios industriales o agrícolas. Pocas veces tienen formas
definidas, porque sus autores, posiblemente por la incapacidad de diseñarlos
con cierto realismo, acuden a la deformación intencionada, convencidos de que
se mueven en el terreno del arte de vanguardia.
Supongo que la causa de esta
proliferación de estrafalarios monumentos no es otra que el intento de imitar
las obras de arte que adornan con mayor o menor gusto los parques y jardines de
las grandes ciudades o de los pequeños pueblos. Lo que sucede es que como el presupuesto es escaso, se acude a
la extravagancia mediocre. Es mucho más fácil y más barato retorcer media
docena de vigas de hierro oxidado, entrecruzarlas y colocarlas de cualquier
forma en mitad de una plaza o de una avenida, que acudir a un concurso de ideas, con un jurado
que entienda de arte. Lo primero se resuelve con cuatro ideas de profanos
en la materia, aprovechando materiales en desuso, fáciles de encontrar en
cualquier rincón de nuestra geografía. Lo segundo requiere contratar a un artista y
disponer de elementos nobles, todo ello mucho más caro que lo primero.
A mí siempre me han llamado la
atención los monumentos urbanos, hasta el extremo de que en muchos de mis
paseos ciudadanos voy buscando placas o estatuas o monolitos. Me gusta admirarlos, juzgar
su belleza, analizar el impacto que causan en el entorno y, si procede, estudiar la razón
de su presencia. Es curioso, por ejemplo, que muchos de ellos
hayan sufrido un largo peregrinaje a través del tiempo, o bien porque los emplazamientos
anteriores se hayan modificado y ya no encajen en él, o simplemente por
capricho de los munícipes de turno, cuando no como consecuencia de la especulación urbanística.
Seguir su rastro es en ocasiones
toda una lección de Historia, con mayúscula, o de historia, con minúscula, porque
rara vez no hay en la existencia de cualquier monumento una profunda relación
con la historiografía del lugar. Adornan las ciudades, ayudan a pensar en
acontecimientos concretos de mayor o menor trascendencia, pero siempre educativos, y terminan
integrándose en el paisaje del lugar. Son herederos de una cultura milenaria que desde hace siglos ha pretendido perpetuar los acontecimientos históricos importantes o los simples hechos
significativos de un lugar, son obras de arte que representan simbólicamente el pasado.
Pero los monumentos
esperpénticos a los que me refiero arriba -a los que también denomino "horror-rotondas"- son un invento de nuestros
acelerados tiempos, que no sólo no recuerdan nada ni a nadie, sino que además afean el
entorno y entorpecen la visión. Suelen ser unos auténticos bodrios, sin gracia de ningún tipo, simples
amasijos de desechos, unas vulgaridades que desdicen la calidad del lugar. Sus
promotores podían haberse ahorrado el esfuerzo y el dinero, y sus conciudadanos se lo hubieran agradecido.
En una revista que leo habitualmente hay una sección que se titula "Rosas y cardos", en la que se alaba lo bueno y se critica lo malo. Yo a las "horror-rotondas" les otorgaría un cardo gigante, y creo que me quedaría corto.
Toda la razón
ResponderEliminarGracias
EliminarEse anónimo era yo, Fernando. No sé por qué he salido anonimizado.
EliminarNo des ideas....
ResponderEliminarLa única idea que se me ocurre es pedirle a los profanos en la matera que se abstengan de adornar los espacios públicos. Es un asunto que nos afecta a todos.
EliminarEl arte no tiene profanos.O se es o no se es...artista...
ResponderEliminarUna buena reflexión
ResponderEliminarEl problema está en que no todo el mundo tiene los mismos gustos y hay que respetar cada opinión. Los jardines tipo francés con las plantas recortadas geométricamente me parecen una aberración, pero a los franceses les gustan. Los críticos no dan valor en general a las pinturas del siglo XVIII: marinas y cuadros bucólicos, pero algunos los preferimos a bastantes de los cuadros contemporáneos.
ResponderEliminarAlfredo, los ejemplos que pones son al fin y al cabo arte. Estoy de acuerdo en que no todas las expresiones artísticas tienen que gustar a todos. Pero yo no hablo en este artículo de arte, sino de pastiches puestos de cualquier manera, con pretensiones de imitar a los verdaderos monumentos. No todo el mundo es capaz de diseñar el Peine del Viento, como lo hizo Chillida, aunque algunos crean que sí.
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