En el lenguaje de la psiquiatría existe una rica gama de vocablos para denominar a los distintos transtornos de la mente, riqueza que proviene precisamente de que la compleja naturaleza del cerebro del ser humano propicia que sus posibles desajustes sean de muchos tipos. De manera que, si la variedad de desarreglos es amplia, el vocabulario que los describe lo será por necesidad.
A pesar de lo que sugiere este párrafo introductorio, no voy a entrar en los terrenos de la medicina de la psiquis, porque mi sentido de la prudencia me lo impide. Zapatero a tus zapatos, recomienda el refrán; y aunque tienda a salirme de vez en cuando de mi zapatería, hay asuntos que me dan vértigo. Si acaso me limitaré a rozar este delicado tema, muy de puntillas y procurando no hacer demasiado ruido, porque quiero desarrollar una idea que me ronda por la cabeza desde hace mucho tiempo, la de que vivimos rodeados de desordenados mentales.
Voy a utilizar esta palabra, desorden, porque me parece la más adecuada para lo que pretendo decir hoy, aunque es muy posible que si algún psicólogo leyera esta reflexión me corrigiera y la sustituyera por algún sonoro latinajo. La voy a usar además porque no quiero hablar de locura, sino simplemente de alteraciones del comportamiento debido a algún tipo de complejo, permanente o pasajero. Puede ser, no lo niego, que quizá esté pensando en complejos de inferioridad, pero con características que convierten el comportamiento de algunas personas en incómodo o, al menos, difícil de soportar.
Los complejos dan lugar con frecuencia a extrañas actitudes. Cuando uno se cree, con razón o sin razón, distinto a los demás en algún aspecto de la vida, aparece toda una serie de mecanismos de autodefensa, que pueden convertir al sujeto en intratable. Yo he conocido a algunas personas que, incapaces de soportar sus propias neurosis con normalidad, han optado por zaherir a quienes los rodean. Han transformado su vida en un pequeño infierno y, de paso, la de los que los rodean. Se han convertido en pequeños misántropos.
Lo peor de estas situaciones es que el comportamiento de estas personas se realimenta de excentricidades ante la respuesta que reciben de su entorno, porque creen que esas reacciones les dan la razón. Su obsesión aumenta, cuando en realidad lo que sucede es que los otros se protegen de su actitud. Por eso es difícil tratar con ellos, porque cuando se intenta hacerles ver su equivocación, cuando se les propone algún tipo de cambio de comportamiento, se encierran en su concha y rechazan los consejos.
No están locos, al menos yo no creo que la locura sea eso. Razonan bien, mantienen coherencia en sus exposiciones y son capaces de argüir con mayor o menor sensatez, porque los complejos y la inteligencia transitan por distintas veredas. Pero no ven la realidad de su conducta, que han interiorizado como la única defensa que tienen frente a la hostilidad que perciben, como una manera de sobrevivir en la jungla amenazadora en la que creen vivir.
Llegado a este punto, y de acuerdo con el estilo de cercanía al lector que procuro usar en estos escritos, debería citar casos concretos. Pero, dada la delicada naturaleza del tema, no voy a hacerlo. Aunque sí diré que haberlos haylos, válgame el arcaismo.
Sin decir nombres sí podrías citar casos concretos a modo de ejemplo.
ResponderEliminarFernando, ya sabes aquello de los pecados y no los pecadores. No se trata de gente famosa, sino de personas que he ido conociendo a lo largo de mi vida. A los letores de este blog sus nombres o los detalles de sus "desórdenes" no les dirían nada.
ResponderEliminarPensé que quizá te estabas refiriendo a Vladimir Putin.
EliminarComo digo en el artículo, me refiero a desórdenes mentales, no a locuras. Lo primero tiene solución: ordenar las ideas. Lo segundo no hay quien lo cure.
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