Me considero una persona razonablemente preocupada por la conservación del entorno medioambiental. Digo razonablemente preocupada, porque siempre he huido de los extremismos, sean éstos del signo que sean. El ecologismo “militante”, el que defiende que la defensa de la naturaleza prima sobre el desarrollo de la sociedad, nunca me ha convencido. Siempre he creído que se puede lograr un equilibrio entre progreso tecnológico y conservación de la naturaleza, eso que ahora algunos llaman crecimiento sostenible. Otra cosa es que sea muy difícil encontrar el fiel de la balanza, porque siempre habrá, por un lado, quienes intenten ganar dinero talando árboles y destrozando la naturaleza; y, por el contrario, los que se opongan a que se tracen carreteras o se construyan embalses.
Ahora, con el fomento y desarrollo de las energías renovables -eólicas y solares-, se ha incrementado la polémica entre los dos extremos, el de los que se oponen a rajatabla y el de los que las defienden a capa y espada. Los primeros no quieren ver ni en pintura que los paisajes se pueblen de molinos gigantescos y de paneles solares, porque es evidente que alteran la belleza natural de nuestros campos. Los segundos, ajenos por completo a las preocupaciones ecologistas, y sólo pensando en las ganancias que estas fuentes de energía puedan reportar a sus comarcas o pueblos -cuando no a ellos personalmente-, miran para otro lado y, si se hiciera lo que pretenden, no quedaría un metro cuadrado de la superficie disponible sin algún molino o panel.
Afortunadamente, entre estas dos posturas tan divergentes e irreconciliables existe una tercera, la de los que, convencidos de la necesidad de que estas fuentes de energía deben ir sustituyendo poco a poco a las convencionales, defienden al mismo tiempo que hay que elegir cuidadosamente los lugares donde se instalan, para evitar en lo posible el impacto visual de su presencia. Naturalmente, esto último exige inversiones adicionales, entre otras cosas porque al restringir el espacio disponible se encarece el acceso, además de porque la limitación de espacio limita al mismo tiempo la extensión de las instalaciones y por tanto el beneficio económico.
Cerrarse al progreso de la sociedad nunca ha sido una buena política, porque implica poner coto al aumento del bienestar de los ciudadanos. Lo que sucede es que el bienestar no sólo se mide por la disponibilidad de energías más baratas y menos contaminantes, sino también por disfrutar de un entorno cuidado y de unos paisajes cuanto más naturales mejor. El equilibrio no es fácil, qué duda cabe, pero sí posible.
Para ello es necesario, una vez más, desarrollar unas leyes reguladoras que ahora no existen. En este asunto, como en tantos otros, sucede que los avances van más deprisa que el poder legislativo. Hace falta definir perfectamente las limitaciones de extensión de las instalaciones, los lugares donde se puedan erigir y las obligaciones contraídas por los explotadores de las mismas. Y, por otro lado, medir también las oportunidades económicas que generan, comparándolas con las que se pueden perder por culpa de la invasión de generadores eólicos y paneles solares. Pero, a pesar de todo, siempre habrá quien se oponga y siempre quien las defienda. Porque este es un antiguo tema de debate que, en vez de solucionarse por la vía de la reglamentación civilizada, algunos pretenden dejarla en mera discusión bizantina.
Ahora, en las comarcas de la provincia de Teruel -es un ejemplo que tengo cerca- se discute si renovables sí o si renovables no. Parece como si nos hubiéramos olvidado de que estas mismas comarcas fueron en otro tiempo cuencas mineras, con muchas instalaciones a cielo abierto que destruyeron en parte el entorno natural. Eso sin olvidar la contaminante central térmica de Andorra y las actuales explotaciones para obtener caolín, que están desmontando el paisaje y que se están llevando a camionadas las arcillas turolenses a otras tierras. Y todo esto sucedió y sigue sucediendo porque en definitiva son iniciativas que arrastra el desarrollo económico y que, no lo olvidemos, generan riqueza.
No podemos ni debemos oponernos al progreso, pero sí exigir que se clarifique la legislación que regula estas actividades para evitar desmanes medioambientales. Progreso sí, pero civilizado.
Es difícil conseguir un crecimiento sostenible si el número de habitantes crece indefinidamente. En la base del problema está la superpoblación de La Tierra. En la China de Mao hubo muchos errores, pero el del límite obligatorio de un hijo por pareja creo que no lo fue y tarde o temprano será un criterio a ser adoptado por todo el mundo. Si no se adopta y se da preferencia al crecimiento de la economía, o a los preceptos religiosos, los humanos de un futuro no tan lejano - aunque yo no creo que lo vea - tendrán que enfrentarse a situaciones muy difíciles.
ResponderEliminarEn Europa la corrección demográfica que impuso Mao no ha sido necesaria. Aquí la ciudadanía se ha impuesto voluntariamente la limitación de hijos, con el consiguiente problema de envejecimiento de la población. Desde mi punto de vista, ni lo uno(superpoblación) ni lo otro (envejecimiento).
EliminarEn cualquier caso, como el progreso tecnológico es deseable, regulemos su expansión y hagámoslo compatible con la preservación del medio ambiente.
Me resulta sorprendente que no exista una legislación clara para una cuestión de suma importancia como debe ser la energía eólica.
ResponderEliminarParece mentira, pero así es. Se está tirando de leyes que fueron promulgadas cuando nadie sabía ni lo que era un generador eólico ni una placa solar.
ResponderEliminarLuis, ¿has visto la viñeta de Peridis en El País de hoy?
ResponderEliminarNo y lo siento. Voy a buscarla.
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