Si no fuera porque uno está vacunado contra tanta estulticia como planea alrededor de su cabeza, algunas de las declaraciones de don Demetrio Fernández, obispo titular de la diócesis de Córdoba, me hubieran producido espasmos de rabia e indignación. Sin embargo, contenida la iracundia, gracias como he dicho al empleo de la medicina preventiva, no he podido evitar sentarme ante el ordenador para hilvanar algunas ideas, aun sabiendo aquello que dijo el sabio don Miguel de Cervantes, cuando advirtió de que es costumbre aconsejable no ir a contracorriente de los menesteres de la Iglesia. Pero como entre las perlas de don Demetrio figuran algunas discrepancias públicas con la doctrina del propio papa Francisco, espero que la Jerarquía, aunque no sea más que por solidaridad con su máxima autoridad, llegado el caso tuviera a bien disculpar mi intromisión en sus desvelos.
No sé si habrá sido la última de sus sandeces -porque don Demetrio es tan pródigo en soltar sinsentidos que quizá me haya quedado desfasado en las noticias-, pero en cualquier caso voy a señalar aquello que predicó, a bombo y platillo de la liturgia que tan bien maneja, cuando se refirió a la fecundación "in vitro" como “aquelarre químico de laboratorio”, un insulto en toda regla a las parejas que se afanan en tener hijos y formar una familia completa como las demás, con ayuda de la ciencia cuando la naturaleza y las circunstancias biológicas les ponen trabas.
Por si no fuera suficientemente expresiva la comparanza utilizada por el prelado, todavía le dio más lustre cuando añadió aquello de que “el abrazo amoroso de los esposos no puede ser sustituido por la pipeta”, expresión cursi, retorcida y ridícula donde las haya. Ese día don Demetrio debía de estar inspiradísimo. No sé cuánto entenderá el obispo Fernández de abrazos amorosos, e ignoro si la utilización de la palabra pipeta contiene en este caso alusiones fálicas, pero de lo que no tengo la menor duda es de que estuvo, no ya poco oportuno con estas expresiones, sino nada cristiano, al menos desde la interpretación que yo sigo dando a los principios de esta ideología, a pesar de mi agnosticismo.
Las opiniones de don Demetrio Fernández han llamado tanto mi atención, que he indagado algo en sus méritos académicos, credenciales que, aunque nunca sean definitivas para encuadrar intelectualmente a una persona, no dejan de dar alguna pista sobre qué se puede esperar del individuo. Para mi sorpresa -o quizá no tanta-, el ilustre mitrado se licenció en Teología Dogmática en la Pontificia Gregoriana de Roma, fue profesor de Cristología en un centro eclesiástico de Toledo, además de miembro de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, organismo que antes se denominaba Tribunal de la Santa Inquisición, como cualquier buen católico recordará. No sé a los demás, pero a mí estos antecedentes académicos y profesionales me dan algún indicio sobre su personalidad.
Si se tratara de un caso aislado, quizá no me hubiera merecido la pena ni el berrinche ni abrir el Word. Pero lamentablemente estamos ante una actitud tan generalizada en determinados estamentos de la Iglesia -religiosos o seglares-, que en su conjunto me producen preocupación. A veces pienso en que algunos católicos permanecen estancados en el mundo medieval, cuando todo se daba por conocido, porque la Verdad estaba contenida en las Escrituras, y la ciencia no era más que una serie de especulaciones peligrosas, pecados de soberbia que atacaban los fundamentos de la Fe.
Me gustaría que el papa Francisco, en el que algunos han querido ver la imagen renovadora de la Iglesia, interveniera directamente en casos como éste. Pero mucho me temo que, superada una cierta expectación inicial, causada por algunas medidas valientes pero sobre todo llamativas, las cosas vayan a seguir como siempre, inamovibles ante los avances de la ciencia, insensibles a la evolución de la humanidad, de espaldas al progreso. O, dicho de otra forma, en la Edad Media.
¡Hay que ver lo que le hacen pensar a uno las pamplinas de don Demetrio!
Muy suave y considerado, por tu parte, me parece el llamar tan solo pamplinas, o estulticia, o sandeces, a las palabras del tal obispajo. Haciendo abstracción de que esas palabras salen de la boca de una persona, y dejando a la persona de lado, podríamos decir de ellas que son imbéciles, reprobables, intolerables, inhumanas, incultas, retrógradas, malévolas, hirientes,… ¡Vamos que deberían estar prohibidas! y, de haber una cárcel de las palabras, deberían caer en ella a perpetuidad, no revisable.
ResponderEliminarGracias Alfonso por poner la guinda al pastel. Mi timidez,nunca superada del todo, me impide a veces decir las cosas como son; y en este caso son como tú las dices.
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