Ayer vi en televisión el debate organizado por Atresmedia y transmitido por los canales Antena 3 y La Sexta, que contó con la presencia de la representante del señor Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, y la de tres candidatos a la presidencia del gobierno. Junto a los atriles se situaban la actual vicepresidenta y los presidenciables Albert Rivera, Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, situados en este orden, de derecha a izquierda de la pantalla.
Terminado el debate, los medios de comunicación se han lanzado a buscar ganadores y perdedores, de la misma forma que si se tratara de una competición deportiva. No hay nada que guste más a la gente que establecer comparaciones, como si en una controversia política, donde intervienen ideas, capacidades expresivas, talantes, atractivos personales y tantas otras circunstancias, fuera tan fácil determinar un ranking. Por tanto, hoy aquí me voy a limitar a confesar mis propias impresiones sobre cada una de las actuaciones en particular y sobre el conjunto de ellas en general, porque no quiero caer en la trampa que acabo de denunciar arriba.
Empezaré diciendo, porque quizá sea lo más destacable de toda la sesión, que la ausencia del actual presidente del gobierno protagonizó la sesión. La señora Sáenz de Santamaría intentó ganarse el sueldo, pero el papelón que le había encargado su jefe no era fácil de interpretar. La ausencia injustificada de éste la situaba en una mala posición de salida, y ante tal circunstancia sólo pudo argüir que el PP es un equipo y cualquiera vale para representarlo. Pobre escusa que nadie cree a estas alturas.
El segundo punto débil de la representante del Partido Popular fue la defensa que se vio obligada a hacer ante la acusación de corrupción a Mariano Rajoy que formuló Albert Rivera, con la portada de un periódico en la mano. Según sus palabras, el presidente del gobierno no estaba allí debido a su implicación en las tramas que afectan al Partido Popular. La vicepresidenta crispó el semblante, acusó el golpe y a punto estuvo de perder la compostura. Pero se rehízo y continuó el debate, supongo que haciendo de tripas corazón.
Albert Rivera, obsesionado con interpretar el rol de centrista a ultranza, atacó a diestra y siniestra, al PP y al PSOE, sin demasiados miramientos ni cortesías, fuera por completo del tono sosegado que intenta mantener en sus comparecencias públicas. Eludió las respuestas sobre las posibles alianzas poselectorales de Ciudadanos, aunque de sus palabras se deduce que facilitaría la investidura de Rajoy, si la lista de éste fuera la más votada, y después pasaría a la oposición. Creo que están claras sus intenciones, nada que no supiéramos de antemano.
Durante el debate se comportó con cierto nerviosismo, volviendo la vista a derecha e izquierda constantemente, aunque conté más giros hacia Pedro Sánchez que hacia Soraya Sáenz de Santamaría, por supuesto con intenciones acusatorias. Él sabe muy bien que los votos que puede captar en la derecha ya son suyos y ahora intenta pescar en el caladero del PSOE.
Pablo Iglesias se comportó como todo un showman, como la mosca cojonera que tan bien sabe interpretar. Se notó su obsesión por minar las bases de Pedro Sánchez, hasta el punto de que noté cierta ausencia de crítica hacia la derecha, una prueba de que su actuación iba dirigida más a captar votos del PSOE que a derrotar al PP, táctica que le puede dar rédito electoral a corto plazo, aunque debilite las posibilidades del cambio que desean los progresistas.
En su minuto final, el de los mensajes de cierre, entonó una letanía de peticiones de “no olviden” las corrupciones habidas, efectiva desde un punto de vista retórico, aunque tengo mis dudas de que también lo sea desde la perspectiva de los resultados prácticos. Terminó pidiéndonos a todos que no perdiéramos la sonrisa nunca, loable canto al optimismo.
A Pedro Sánchez le tocó el peor toro de la corrida. Fustigado desde la derecha y desde la izquierda sin contemplaciones, tuvo que mantener un papel defensivo, sin que apenas tuviera ocasión de explicar sus diferencias con los demás, circunstancia que dio a su intervención un tinte algo apagado y de cierta ambigüedad, lo que no quiere decir que no metiera los dedos en las llagas de sus contrincantes en cada ocasión que se le presentó, que fueron muchas y muy variadas. No lo tenía fácil y él lo sabía de antemano.
Sin embargo capeó el temporal con habilidad, porque no le falta ni oratoria ni fotogenia. Sabía sin duda, además, que de todos los que estaban allí será el único que debatirá en directo, ante las cámaras y con gran audiencia, con el gran ausente de esa noche, el señor Rajoy. Se trataba por tanto de mantener el tipo ante la avalancha de los ataques y esperar mejor ocasión.
Creo, por último, que el formato del debate, muy distinto al de las formas encorsetadas a las que estamos acostumbrados, ha marcado un estilo novedoso en nuestro país. Me pareció un alarde de civismo, buenas formas y templanza democrática. Ojalá se repita en el futuro con más frecuencia y ojala nadie huya nunca más del desafió dialéctico, como ahora lo ha hecho el señor Rajoy.
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