Estamos tan acostumbrados a que las cosas que constituyen nuestro pequeño mundo funcionen con total normalidad, que casi nunca nos paramos a pensar qué hay detrás para que así suceda. Pulsamos un interruptor y la luz se enciende; abrimos el grifo y el agua fluye; sacamos la basura y al día siguiente ha desaparecido; marcamos un número en el teléfono y alguien contesta desde el otro lado de la línea.
Es lógico que la normalidad no nos llame la atención, porque en definitiva forma parte del universo en el que hemos nacido, y las prestaciones de lo que nos rodea han ido creciendo con nosotros y mejorando de forma paulatina e imperceptible a lo largo de nuestra vida. Mejor dicho, la normalidad no nos llama la atención hasta que se quiebra, porque entonces nuestras iras se desatan y nuestro sentido del derecho adquirido busca inmediatamente responsables. Ni siquiera justificamos que se haya podido producir un accidente, porque siempre encontraremos alguna imprevisión imperdonable o algún descuido punible. Diremos aquello tan manido de no hay derecho a esto.
Hoy propongo que cambiemos el paradigma, que por un momento dejemos de considerar que el funcionamiento de lo que nos rodea es el que debe ser y que prestemos atención a la multitud de causas que motivan que las cosas rueden como ruedan. Y lo propongo no por puro divertimento, sino para que disfrutemos aún más de nuestros privilegios, de todo aquello que contribuye a hacernos la vida cómoda. Sólo si somos capaces de valorar las dificultades que entraña mantener el buen funcionamiento de cuanto nos rodea, apreciaremos en su totalidad su valor. Así de sencillo.
Los servicios públicos traen consigo un gran esfuerzo de muchas personas trabajando en la sombra. Son labores anónimas, de escaso lucimiento social y por lo general mal remuneradas. El agua llega porque las cañerías están en buen estado; la luz se enciende porque la red eléctrica se mantiene en condiciones; la basura se recoge a diario porque una flota de camiones debidamente coordinada se encarga de ello; el teléfono contesta porque un sistema cada vez más sofisticado distribuye con eficacia el tráfico de llamadas.
Es lo normal, solemos decir. Estaría bueno que las cosas no fueran así, añadimos. Pero si alguno de estos servicios falla ponemos el grito en las remotas galaxias, porque damos por hecho que no hay justificación que valga. Casi nadie se pone a pensar qué ha podido suceder, son muy pocos los que le dedican un minuto a meditar sobre la infinidad de causas que pudieran haber originado la interrupción del servicio, desde la avería accidental hasta el inevitable error humano.
No estoy proponiendo que seamos indulgentes con los suministradores de servicios cuando estos fallan. Digo simplemente que si consideráramos sólo por unos instantes la cantidad de variables que concurren para que dispongamos del bienestar que nos rodea, nos ahorraríamos muchos sofocos y derramaríamos menos bilis. Creo que meditar, aunque sólo sea por unos instantes, sobre la complejidad que se oculta tras el funcionamiento de lo cotidiano, nos procuraría un bienestar añadido, el que se deriva de ser conscientes de que las cosas no funcionan porque sí.
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