23 de diciembre de 2019

Zambombas y villancicos

Qué deprisa va esto, mucho más de lo que a mí me gustaría. Otra vez estamos en Navidad y como corresponde a estas fechas otra vez voy a dedicarle a la festividad unas palabras. Guardo un Papá Noel de fieltro, en realidad una larga tira de tela roja con una silueta del entrañable personaje y una fecha en la parte inferior, cuya numeración cambio todos los años por el simple procedimiento de pegar la nueva sobre las anteriores. Tiene casi cincuenta años, me lo regalaron en una cena de empresa cuando iniciaba mis primeras andaduras profesionales y lo conservo desde entonces. Está algo vetusto y apolillado, las letras blancas con la palabra Felicidades descolorida, pero no he dejado de colocarlo en el exterior de la puerta de entrada de mi casa desde 1970. Es una manera de dar la bienvenida a quien nos visite esos días.

Aunque creo que no soy hombre de costumbres repetitivas -eso que algunos llaman de carácter tradicional-, la repetición por mi parte de determinados comportamientos puede que contradiga lo que acabo de decir. Es posible que sin yo saberlo me haya convertido con el paso de los años en un conservador, no de ideas sino de hábitos, que son cosas muy distintas. Lo que sucede es que lo que repito son rutinas que yo establecí hace años y continúo practicando casi sin darme cuenta. No se trata de usos heredados ni de prácticas acrisoladas ni de costumbres ancestrales. Simplemente son actividades que han nacido conmigo y supongo que conmigo morirán. Pero no por ello les quito la importancia que para mí tienen.

Decía todo esto por lo del Papá Noel, ese envejecido fieltro navideño del que adjunto una fotografía. Pero ahí no queda la cosa, porque en Navidad también está lo que algunos llaman cenas y comidas señaladas, que no enumero porque de todos son conocidas. En ellas también repito todos los años el mismo protocolo, por otra parte muy sencillo. Siempre en mi casa –de aquí no me mueve nadie- y siempre con las mismas personas, que no son otras que los míos. Creo que no exagero si digo que desde hace cincuenta años mantengo la misma rutina, salvo algunas excepciones obligadas por las circunstancias. Y cuando digo obligadas, estoy usando el verbo adecuado. Si las circunstancias no me hubieran obligado, no habría cambiado mis costumbres.

En lo de la gastronomía de estas fechas no entro, en primer lugar porque soy muy poco “cocinicas” y en segundo porque mi mujer no me deja, diría yo que gracias a Dios. De manera que lo que haya esos días para comer o para cenar es para mí una incógnita, sólo desvelada cuando pongo la mesa, porque esa sí es una obligación ineludible por mi parte. Para montarla con el rigor protocolario que merecen las ocasiones es preciso que conozca de antemano lo que se va a servir y en qué orden. Si no, las cosas pueden salir manga por hombro y no son fechas para andarse con chapuzas.

Bueno, todo lo anterior, aunque sea absolutamente cierto, no es más que un pequeño y desenfadado prolegómeno para felicitar a mis amigos la Navidad y desearles un buen año 2020. No digo lo de próspero porque es una expresión que está en desuso por culpa de la crisis que no cesa.

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