Si a eso le unimos la chulería verbenera, la distracción está servida. El otro día oí por la calle una deliciosa bravuconería, que apunté inmediatamente en mi cuaderno de notas para traer aquí: “Se me entiende o explicito”. Deliciosa, porque desde un punto de vista lingüístico es impecable, bravucona, ya que la amenaza estaba implícita. Podría haber dicho déjeme usted en paz y no me haga perder más el tiempo, pero seguramente la ocasión requería mayor contundencia expresiva. No añado por innecesario que la frase salió de la boca del castizo sílaba a sílaba, despacio y con parsimonia. Ni hace falta que diga que tuve que contener la carcajada sonora, habida cuenta de que estaba en un lugar público y me hubieran podido tomar por demente senil. Las formas, sobre todo a cierta edad, hay que cuidarlas con esmero. Pero, en cualquier caso, tardé un buen rato en borrar la sonrisa de mi cara.
De la misma manera que me encanta el lenguaje, me resulta interesante la manera, la entonación o el deje con los que nos expresamos. A veces no son los acentos, sino también la forma de construir las conversaciones. En la provincia de Cádiz, otro de mis lugares de adopción, los diálogos se alargan por aquello de que los interlocutores siempre tienen algo que añadir, sobre todo si la gracia y la ironía andan por en medio, lo que allí sucede con harta frecuencia. Si uno dice una frase, el otro la remata con alguna réplica que venga a cuento, en una especie de carrusel de aportaciones ingeniosas. Hasta que alguno de los dos se queda sin nada que decir, en cuyo caso siempre le quedará el “… digo”, para así acabar el último.
España es un buen escenario para comprobar como el habla es el espejo del alma. En Cataluña, que conozco muy bien porque además de haber vivido allí unos cuantos años visito con frecuencia, remarcan las consonantes como si les fuera la vida en ello. Si un castellano parlante pronuncia la palabra pueblo, esa b y esa l juntas sonarán casi como si se tratara de un solo fonema. Pero si un catalán dice “poble”, nadie tendrá duda de cómo se escribe, porque juntará la b a la primera sílaba y la l a la e final. De la pronunciaciones de la doble l (la antigua elle) y de la y ni hablemos, porque los diferencian de tal manera que cuando nos oyen hablar a los no catalanes les extraña que confundamos sus sonidos. En la franja, esa larga zona comprendida entre Aragón y Cataluña, tampoco los confunden, lo que demuestra que las pronunciaciones no entienden de fronteras.
Otra curiosidad lingüística es “la contestación a la gallega”, esa manera de expresarse sin compromiso, para que el interlocutor no sepa si se sube o se baja la escalera. Según me contó una vez un gallego de Lugo, muy culto por otra parte, su origen está en la desconfianza innata de los gallegos, porque viene a ser algo así como “dilo tu primero”. Quizá la rica historia de aquellas tierras les haya creado un sentido de suspicacia que los ponga a la defensiva.
En fin, dispongo de un nuevo entretenimiento. Hasta ahora me gustaba pasear por las calles de las ciudades para ver cosas. A partir de ahora añadiré el oír lo que se habla, porque a veces los viandantes aportan más a la cultura que los monumentos. Eso sí, lo haré con discreción y disimulo.
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