Uno de los inconvenientes de escribir en folio y pico –medida imprecisa pero que todos entendemos muy bien- es que no es posible matizar ni entrar en detalles. Por eso, cuando como en este caso pretendo acercarme a temas de mucha complejidad, me preocupa que no se me entienda, no por carencia de entendederas del lector sino por mi falta de habilidad. Pero si este blog nació con la idea de que sirviera para “echar mis versos del alma” –como decía el poeta cubano-, no debería amilanarme ante la dificultad. Lo he dicho muchas veces: es mi visión y con exponerla no pretendo convencer a nadie.
La intensidad del independentismo catalán ha alcanzado unas cotas inimaginables hace unos años. Que los que no deseamos la independencia de Cataluña entremos ahora en quiénes han sido los culpables y cuáles las causas de esta deriva no tiene ningún sentido. Lo que corresponde en este momento es enfrentarse a la evidente realidad de que una inmensa mayoría o minoría –pero en cualquier caso inmensa- de catalanes han interiorizado la idea de separarse de España. Y, a partir de ahí, tratar de evitarlo de la manera más inteligente posible. A mí, las tres premisas de firmeza del Estado, unidad de acción y proporcionalidad en la respuesta no me me parecen un mal resumen de cómo hay que abordar el problema. Pero no ignoro que son muchos de uno y otro lado los que opinan que son milongas. No hay más que oír a ciertos líderes políticos para darse uno cuenta de hasta que punto domina la visceralidad suicida.
La justicia ha dicho lo que tenía que decir y las fuerzas de orden público están actuando como tienen que actuar. Pero: ¿qué están haciendo los responsables políticos? Se oye mucho aquello de que se trata de un conflicto político, pero nadie explica su alcance. También se habla de diálogo, pero tampoco se definen los interlocutores ni las premisas del dialogo, más allá de que cualquier solución deberá encajar dentro de la Constitución, una perogrullada, porque en un Estado de derecho no puede ser de otra manera. Ambigüedades todas que sólo manifiestan el profundo desconocimiento que se tiene del método a seguir.
El populismo consiste en proponer soluciones simples ante problemas complejos. Pues bien, España está ahora llena de populistas de uno y otro signo, de izquierdas y de derechas. Muchos son los que en estos momentos proponen que se apliquen medidas de excepción, sin tener en cuenta que éstas enmascaran el problema de momento pero no lo solucionan a largo plazo. Su puesta en marcha supondría, no lo olvidemos, tranquilidad aparente y explosividad contenida. ¿Es eso lo que se quiere?
Estamos en un mal momento para tomar decisiones de alcance, porque la proximidad de elecciones no favorece. Pero el gobierno, además de mostrar firmeza –lo que aplaudo- debería manifestar algún indicio de acercamiento político, que no tiene por qué significar claudicación, ni contubernio ni mucho menos debilidad. Simplemente abriría una válvula de escape que permitiera abrigar la esperanza de que pueda encontrarse una vía más o menos satisfactoria para las dos partes enfentadas en el conflicto. Estoy completamente convencido de que interlocutores no le faltarían. Algunos señalados independentistas muestran evidentes signos de estar dispuestos a abandonar la unilateralidad. No perdamos de vista los movimientos que se están produciendo en el mundo separatista, porque apuntan maneras.
Pero si sigue prevaleciendo la visceralidad sobre la inteligencia, estamos perdidos. Cada torpeza que se cometa en el lado de los que no queremos que Cataluña se separe de España alimentará las pretensiones de los independentistas. Y cada medida de fuerza que se adopte dará pretextos a los violentos para continuar con el salvaje vandalismo. Ya sé que los líderes separatistas, empecinados en alcanzar sus objetivos, no ayudan; pero esa es una de las premisas con las que hay que contar. El Estado es suficientemente fuerte para contener la sedición; pero no basta la fortaleza física, hay que utilizar también la inteligencia.
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