24 de octubre de 2019

Travesías fluviales

Hace poco regresé de uno de esos viajes organizados que los turoperadores denominan Cruceros Fluviales, un nombre inadecuado desde mi punto de vista cuando hace referencia a la navegación por río, extraído del que se usa para referirse a los marítimos. El nombre de crucero procede del hecho de que los grandes transatlánticos cruzan los mares. Pero los pequeños barcos fluviales no cruzan absolutamente nada, sino que navegan placenteramente a lo largo de ríos y canales. Yo prefiero, y lo digo de antemano, hablar de excursiones o travesías fluviales.

Con esta puntualización me quedo más tranquilo, no sólo por rigurosidad semántica, sino además porque una travesía fluvial nada tiene que ver con un crucero marítimo. Estos últimos adolecen de cierta masificación (los pasajeros se cuentan por miles), de cierta grandiosidad algo remilgada –por no decir cursi- y de un incómodo hacinamiento en las excursiones. Por el contrario, las travesías fluviales se caracterizan por realizrse en barcos con capacidad reducida (poco más de un centenar de huéspedes), por carecer de innecesaria ornamentación y por girar en torno a visitas cercanas y en grupos nunca numerosos.

Por ejemplo, en un crucero marítimo se desembarca de madrugada en algún puerto del mar Tirreno, para a continuación subir a un autocar, hacer ochenta kilómetros por carretera y visitar Roma durante cinco o seis horas a uña de caballo. En una excursión fluvial se llega a Amberes, se atraca en el centro de la ciudad y desde allí se recorren sus calles a pie. Y si, como me ha ocurrido a mí en la última excursión por el delta del Rin, el barco atraca a las nueve de la mañana y no zarpa hasta las siete de la tarde, se dispone de tiempo para disfrutar de la ciudad, para recorrer sus calles con cierta tranquilidad y para tomar una cerveza en alguna de sus numerosas terrazas al aire libre.

En Ámsterdam, otro ejemplo que tengo muy cercano, el puerto de atraque está situado junto a la estación de ferrocarril, a diez minutos andando de la plaza del Dam, centro neurálgico de la ciudad. Dos noches y dos días de escala fluvial en la capital oficial de Holanda otorgan la posibilidad de recorrer sus calles, visitar alguno de sus museos y saborear la vida nocturna de los “amsterdameses”. Y todo a pocos minutos del barco, que al fin y al cabo es tu hotel durante esos días.

Pero quizá la diferencia más significativa entre un crucero marítimo y una excursión fluvial sea el número de pasajeros que viajan a bordo. Sabido es que en los primeros se navega en una auténtica ciudad flotante, en las que hay que hacer cola hasta para entrar en los restaurantes. En las travesías fluviales se viaja en barcos de pequeño porte, por consiguiente con poco pasaje. Todo está cercano y accesible, desde los responsables de los servicios del barco, hasta los guías asignados, que viajan junto a ti como si se tratara de unos turistas más.

Hasta ahora no he entrado en uno los factores que más influyen en el ánimo de los viajeros, sean estos “de tierra, mar o aire”, la ineludible edad.  A la mía se agradece el formato fluvial, muy cómodo y sin grandes sorpresas que puedan resultar incómodas. Por eso, porque la edad condiciona todo –salvo que uno quiera darle la espalda a la realidad- cada día me resultan más gratificantes las excursiones a lo largo de ríos y canales, porque sin grandes madrugones, sin prisas alocadas y sin caminatas excesivas puedo ver mucho sin demasiados esfuerzos.

Sin embargo, y como colofón de esta improvisada perorata, que cada uno viaje como le dé la gana, en grandes buques marítimos, en pequeños paquebotes fluviales o en globo. Pero eso sí, que no deje de viajar, porque hacerlo sólo tiene ventajas.

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