A la desunión de la derecha –que por cierto va in crescendo- me he referido en las últimas semanas en varias ocasiones y no descarto que vuelva en breve a la carga. Pero hoy le toca el turno a la izquierda, concretamente a Podemos –¡qué guirigay han formado en Madrid!-, cuya situación, vista desde fuera, trasmite la sensación de que se estuviera desinflando a pasos apresurados.
Cuando nació Podemos fui muy crítico con la utopía de sus reivindicaciones y con el estilo que utilizaba, más cercano al de los revolucionarios de finales del XIX y principios del XX que a los planteamientos de la moderna izquierda democrática. Siempre he pensado que los maximalismos reivindicativos sólo conducen a la ineficacia. Los partidos progresistas, si quieren ser útiles a la causa que defienden, tienen que ser pragmáticos y pisar el suelo de la realidad, y no espantar a los votantes con griteríos de difícil digestión. Y si no se tiene mayoría en el Congreso no se gobierna, y si no se gobierna no hay políticas sociales que aplicar. Al final, como dicen los castizos refraneros, mucho ruido y pocas nueces.
Más tarde, a medida que fue pasando el tiempo y sus jóvenes e inexpertos líderes fueron madurando, me pareció observar en ellos una cierta atemperación en las formas y en los fondos, un giro a la moderación que contemplé con expectación. Pero en los últimos meses he notado en algunos de sus dirigentes históricos una vuelta a la ensoñación, al romanticismo especulativo y a la grandilocuencia reivindicativa. Y si a eso le añadimos la desmembración que están sufriendo, a nadie puede sorprenderle que piense que su proyecto se está debilitado y que corre un serio riesgo de quedar marginado, como en su día le sucedió a Izquierda Unida.
No estoy muy seguro de que ese enflaquecimiento vaya a favorecer el voto a la izquierda moderada –léase PSOE-, porque los desencantados suelen caer en la abstención. No obstante, confío en que muchos de los que en su momento dieron la espalda al partido socialista por el hartazgo que entonces produjo regresen a sus orígenes. Si así fuera, todavía quedaría la esperanza de que la izquierda volviera a gobernar. Los últimos meses, a pesar del griterío tripartito, del furibundo ataque de las derechas en su conjunto a Pedro Sánchez, el gobierno, aun en minoría, ha demostrado que con moderación, con mesura, con parquedad de palabras, pero con decisión, se pueden conseguir muchos más beneficios sociales que agitando banderas de otros tiempos.
En las próximas elecciones el progresismo se juega mucho. El equilibrio democrático se ha tensionado hasta extremos que yo no recuerdo haber vivido ni siquiera durante la transición. La derecha está nerviosa, el separatismo catalán pretende romper la baraja, los radicales de uno y otro lado campan por sus respetos y los involucionistas han perdido por completo el complejo franquista. Por eso se impone en los progresistas la sensatez, la frialdad y la cordura. La izquierda moderada, insisto, tiene una oportunidad en sus manos para conseguir una mayoría suficiente que le permita gobernar sin necesidad de acudir a extrañas y peligrosas alianzas, que nunca serán bien entendidas por la inmensa mayoría de los españoles.
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