Cuando digo un país consolidado, me refiero entre otros a España. No estoy pensando en países de reciente aparición -dicho sea desde un punto de vista histórico-, como fue el caso de la antigua Yugoslavia, sino a aquellos cuyos territorios y habitantes gozan de vida en común desde hace muchos siglos y disfrutan además de un régimen democrático, amparado por leyes adoptadas también democráticamente. El nuestro cumple con las dos premisas anteriores.
No voy a entrar a discutir la condición de nación de Cataluña, un país que hace siglos formó parte de un Estado, la Corona de Aragón, porque no quiero caer en disquisiciones historicistas que al final derivan en interpretaciones subjetivas, cuando no en discusiones semánticas, porque no todos estamos de acuerdo con el significado de la palabra nación Me limitaré a apoyar mi punto de vista en realidades palpables, completamente materiales, prácticas, de las que se tocan con las manos y se ven con los ojos.
Si los británicos están teniendo enormes dificultades para poner el Brexit en marcha -pertenecen a la Unión Europea sólo desde 1973-, qué no sucedería con la hipotética independencia de Cataluña, que forma parte de España desde hace tantas generaciones, nada más y nada menos que desde su constitución como Estado. Derivaría en una ruina material para los catalanes y para el resto de los españoles de proporciones inimaginables. Las imbricadas estructuras socioeconómicas y humanas de las dos partes se han ido creando al unísono durante siglos, de manera que someter al conjunto a una disolución forzada no traería más que un peligroso e indeseado retroceso, del que posiblemente se tardara decenios en salir. Supondría soportar un estrés inaguantable. Y por eso, para evitar un desastre colectivo, la Constitución puso los medios necesarios desde el rimer momento, impidiendo democráticamente -no olvidemos que hubo un referendum- que una parte del país se separara sin contar con la opinión de todos los españoles.
Nuestro ordenamiento jurídico, como el de tantos otros países democráticos, previó desde el principio que pudiera producirse un brote separatista como el que estamos sufriendo e incluyó preceptos que impidieran las consecuencias. El derecho a decidir existe en nuestra Carta Magna, por supuesto que existe, pero no es el derecho de una parte de la población sino el del conjunto. Los independentistas pueden defender sus pretensiones democráticamente, pero para conseguirlas sería preciso modificar la Constitución, para lo cual es obligado contar con la opinión de todos los españoles, la suya por supuesto incluida. Porque Cataluña, como Castilla, como Andalucía o como cualquier otro territorio de los que constituyen España no es sólo propiedad de quienes lo habitan, sino de todos los españoles.
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