22 de abril de 2019

Amores secretos, amores ocultos

¿Quién no ha tenido algún amor oculto? ¿Quién no ha suspirado alguna vez por una persona lejana, por algún ídolo de carne y hueso? Bueno, quizá esté generalizando demasiado y haya excepciones que confirmen la regla; pero yo, desde luego, no soy una de ellas. He tenido o, mejor dicho, he disfrutado de unos cuantos amores secretos y ocultos.

La primera de mis amantes secretas se llamaba Judy Garland y era veinte años mayor que yo. Cuando la vi por primera vez en el Mago de Oz, yo debía de andar por los seis y ella por los veinticinco. Pero, ¿qué importaba la diferencia de edad? No tenía prisa, el tiempo pasaría rápido y al final acabaríamos juntos. Muy difícil tenían que ponerse las cosas para que no consiguiese mis propósitos en algún momento, aunque dadas las circunstancias tuviera que mantener ocultas nuestras relaciones hasta entonces. Sin embargo, el tiempo fue pasando sin que lo nuestro llegara a nada serio y poco a poco me fui olvidando de ella.

Después me enamoré perdidamente de Romy Schneider, que sólo me llevaba cuatro años. Debió de ser cuando yo había cumplido los catorce y ella por tanto rondaría los dieciocho. Fue en Sueños de circo, una de sus primeras películas, aquella en la que Lilli Palmer cantaba la inolvidable canción Oh, mi papá, cuyos sones me acompañaron en la memoria durante muchos años, siempre relacionados con mi enamoramiento. Sin embargo, como suele pasar en la vida con demasiada frecuencia, de repente Romy me defraudó. Fue con motivo de sus películas sobre la Emperatriz Sissi, unos tostones que me resultaron muy difíciles de digerir, porque nunca he transigido con el romanticismo blandengue. Lo nuestro se acabó de repente o, mejor dicho, en cuanto se encendieron las luces del cine Roxy, salí a la calle y fui consciente de que Romy ya no era para mí la que había sido.

Pero como a esa edad yo no podía estar sin compañía femenina, muy pronto a Romy la sustituyó Audrey, quiero decir Audrey Hepburn. Fue cuando vi Ariane, allá por mis diecisiete, una película de ambiente parisino, en el que la plaza Vendôme jugaba un papel decisivo, tanto que la primera vez que visité Paris me pasé un buen rato dando vueltas alrededor de su monolito central, convencido de que la vería aparecer en cualquier momento con su violonchelo. En este caso mi fascinación duró algo más que en los anteriores, porque, aunque con el tiempo perdiera intensidad, fui fiel a los encantos de Audrey durante un largo periodo de tiempo, aunque no sabría precisar cuándo acabó mi enredo con ella.

Pero ya que me ha dado hoy por confesar mis amores ocultos y secretos, no puedo olvidarme de Marilyn Monroe. No recuerdo cuando empezó nuestra relación, aunque supongo que sería en plena adolescencia, una edad en la que a uno le arden las venas y las hormonas no lo dejan descansar. Ni siquiera hubiera podido explicar entonces qué sentía por ella, una mezcla de pasión carnal y de amor espiritual, un torbellino de sensaciones explosivas, un carrusel de imágenes eróticas. Lo reconozco: tardé mucho tiempo en quitármela de la cabeza. Pero aún hoy, cuando contemplo alguna de sus películas o tropiezo con cualquiera de las  múltiples  fotografias que reproducen su icónica imagen, se me altera el pulso.

Sí, lo reconozco, mi vida sentimental ha sido bastante intensa y variada. Al menos hasta que senté cabeza.

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