De la actual situación española, del largo proceso que se inició con las elecciones del 20D y que no se sabe muy bien cuándo acabará, se podrían sacar muchas conclusiones, bastantes de ellas negativas, pero también algunas positivas. Hoy no voy a referirme a las primeras –ya lo he hecho en varias ocasiones en este blog-, pero si quiero dedicarle una breve reflexión a las segundas, a los aspectos, a veces ignorados o al menos poco tenidos en cuenta, que deberían aportarnos cierto optimismo. Me refiero al funcionamiento de las instituciones y a lo que solemos denominar normalidad democrática.
Los que ya tenemos alguna edad hemos recorrido en nuestra vida, hasta ahora, dos etapas muy diferentes, la primera bajo la dictadura del general Franco y la segunda con el amparo de un sistema democrático. Para ser exacto, y no dejarme nada en el tintero, debería añadir aquel proceso que luego se dio en llamar Transición -con mayúscula-, un periodo de profunda inestabilidad, donde nadie las tenía todas consigo, en una lenta y a veces agobiante evolución desde el autoritarismo hacia el régimen de libertades.
A los que han conocido con plena madurez intelectual las dos etapas, no hace falta que nadie les explique las diferencias, porque las han vivido con todas sus consecuencias y conocen perfectamente las características de cada una. Por tanto, lo único que cabría aquí sería recordarles de dónde venimos y recomendarles al mismo tiempo que mediten de vez en vez sobre este asunto, para que los árboles de las incertidumbres actuales no les impidan ver el bosque de la democracia.
Pero mucho me temo que los que han nacido o crecido en democracia no sean capaces de valorar la diferencia. Para éstos, no hay elementos de comparación que les haga apreciar las ventajas de la democracia, y por tanto a ellos sí es necesario insistirles en que, a pesar de tanto desconcierto, de tantos dimes y diretes, de tanta incoherencia, nuestro país, bajo un punto de vista institucional, funciona, desde la Jefatura del Estado, hasta el más humilde de sus ciudadanos. Las excepciones, como siempre, confirmarían la regla.
Nuestra constitución, aun con todos los defectos que se le puedan achacar y por muy perfectible que sea su articulado, tiene previsto hasta el último detalle de las circunstancias que puedan producirse a lo largo de un proceso electoral, concretamente en este caso la ausencia de mayorías suficientes para respaldar la investidura de un presidente de gobierno; y los partidos políticos, al menos aquellos que gozan de representación parlamentaria, admiten sin discusión las reglas del juego.
Seguramente alguno se estará diciendo que cómo no iba a ser de esta manera, que de qué otra forma podrían suceder las cosas. Si lo hace, posiblemente sea porque ha nacido en democracia y no concibe vueltas de hoja antisistema. No es malo que piense así, porque con ello demuestra que pertenece a una generación que no admite otra cosa que no sea el juego limpio democrático. Pero, de todas formas, no estaría de más recordarle nuestra Historia, la sucesión de golpes de estado, de pucherazos, de caciquismos, por no hablar de revoluciones y de guerras civiles, que han ocupado el panorama político español a lo largo de los últimos siglos.
Las instituciones funcionan, sí señor, y la convivencia democrática preside nuestras vidas. Alegrémonos y, después, discrepemos lo que sea menester.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cualquier comentario a favor o en contra o que complemente lo que he escrito en esta entrada, será siempre bien recibido y agradecido.