4 de enero de 2018

Año nuevo, vida nueva

El día de Año Nuevo me desperté, me levanté, miré a mi alrededor y comprobé que todo seguía igual que el día anterior. Los mismos eslóganes políticos, los mismos salvapatrias, los mismos libertadores de la humanidad, los mismos Twitter mañaneros de Trump, las mismas amenazas nucleares de Kim Jong, las mismas mentiras sobre la recuperación económica, las mismas falacias en las estadisticas del desempleo,  el mismo conflicto de Palestina, las mismas pateras del Estrecho, la misma corrupción, las mismas fobias, la misma intolerancia, el mismo machismo asesino, la misma grandilocuencia de los estadistas propios y foráneos. Todo seguía igual que unos días antes. Entonces, me pregunté, ¿por qué repetimos año tras año la prometedora frase de año nuevo, vida nueva? Seguramente, me dije, porque se trate de un anhelo colectivo, de un deseo universal, aunque irrealizable.

Hace años, yo también era de aquellos que querían cambiar el mundo. Ahora, cuando la vida ha encallecido esa parte de mi espíritu -la de la idealista solidaridad sin límites-, me conformo con intentar mantener limpio el entorno que me rodea. Otra cosa es que lo consiga, porque, en contra de lo que pudiera parecer en principio, es mucho más difícil centrar los esfuerzos en cosas concretas, tangibles, de andar por casa, que en entelequias universales, en etéreas utopías redentoras. Lo primero tiene fines delimitados, sus beneficios recaen sobre personas con nombres y apellidos y, por tanto, requiere de una cuidadosa atención en su ejecución; mientras que lo segundo se disuelve en la inmensidad de lo universal, en la magnitud de lo inconmensurable, por lo que no es preciso atender a los detalles, basta con ir al bulto.

El mundo está lleno de mesías libertadores, de próceres de la patria. Cada vez que alguno asoma la cabeza –lo que sucede con bastante frecuencia-, me echo a temblar. La Historia nos enseña que detrás de ellos sólo hay dolor y lágrimas, o porque imponen sus doctrinas reformadoras a costa de la sangre de los que no las aceptan, o porque los mensajes que proclaman son tan inconcretos y difusos que sus seguidores los han tergiversado a favor de su propia conveniencia, o porque el paso del tiempo ha transformado las buenas intenciones iniciales en despreciables realidades de hoy. No encuentro excepción a esta regla, por mucho que la busco.

No obstante, descubro todos los días, porque existen, personas que se empeñan en lo concreto, que promueven todo aquello que pueda socorrer a una pequeña parte de sus congéneres, que procuran ayudar al que tienen al lado, que ponen todo su celo en mejorar lo inmediato a su persona, no por interés, sino porque la caridad bien entendida –como señala el viejo proverbio- empieza por uno mismo. Afortunadamente no son pocos sino una inmensa minoría. Y son los que en realidad llevan el mundo hacia metas mejores, los que consiguen que la sociedad progrese, los que asean su entorno para que al menos el suelo que pisan y el aire que respiran esté limpio. Y el mundo, por muy grande que sea, al fin y al cabo es la suma de pequeñas iniciativas, de pequeños universos individuales.

Quizá por eso, porque los salvadores del mundo se hagan notar más que los cultivadores de sus pequeñas parcelas de interés, sea por lo que digo al principio de esta precipitada reflexión que eso de año nuevo, vida nueva es una gran mentira. Si al despertar el día de Año Nuevo me hubiera encontrado con alguna novedad, seguramente habría venido de la mano de alguno de los que se limitan a mantener su entorno limpio, nunca de los rescatadores de la humanidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cualquier comentario a favor o en contra o que complemente lo que he escrito en esta entrada, será siempre bien recibido y agradecido.