20 de enero de 2017

Elogio a la juventud y alerta ante la desigualdad

Siempre he considerado que las generalizaciones carecen de rigor intelectual, por no decir abiertamente que suelen caer en el terreno de la estupidez. Una de ellas, muy al uso, consiste en preguntarse dónde vamos a llegar con la juventud que nos ha tocado en suerte. A esta pregunta, que considero consecuencia de la burda simplificación de un tema tan complejo, me referiré a lo largo de la reflexión que sigue a continuación.

No existe una juventud uniforme en términos de educación o de comportamiento. Estoy rodeado de jóvenes –hijos de mis familiares, o de mis amigos, incluso los míos y ya algunos nietos-, que han recibido o están recibiendo una buena educación, tanto en los aspectos que pudiéramos denominar de comportamiento cívico –el que se mama en casa- como en aquellos que se derivan de la formación académica que hayan recibido. Se trata de una franja muy amplia de la población, me atrevería a decir que muy superior en cantidad a la correspondiente en mi generación. El número de estudiantes de enseñanza media ha crecido enormemente, así como el de los que logran acceder a la universidad. Negar la capacidad intelectual de este numeroso grupo de jóvenes sería negar la evidencia.

Lo que sucede es que la desigualdad de oportunidades se ha incrementado en los últimos años hasta límites alarmantes; y por eso, porque no todos los jóvenes tienen las mismas posibilidades para formarse, frente al numeroso grupo al que me refería antes aparece otro cuya formación cívica y cultural entra de lleno en el fracaso o al menos deja mucho que desear. Y como lo negativo siempre resalta más que lo positivo –quizá porque sea más llamativo-,  muchos al referirse a la juventud lo hacen señalando a estos últimos y no a los que, a mi modo de entender, constituyen la mayoría. Esa es la generalización a la que antes me refería, considerar a los intelectualmente malogrados como prototipo de la juventud actual en su totalidad.

La desigualdad de oportunidades está en el origen del fracaso escolar y del deficiente nivel cultural que exhibe una amplia franja de nuestra juventud. La escuela pública, a las que por razones obvias suelen acceder los hijos de las familias más humildes, ha empeorado sus prestaciones en los últimos años, como siempre por culpa de la dotación económica. Además, como la crisis ha fustigado con mayor fuerza a las familias más necesitadas, cada vez son menos los hijos de éstas que aceden a la universidad. Un fenómeno que se recrudece día a día y que si no se pone remedio nos llevará en poco tiempo a una sociedad cada vez más injusta y desequilibrada.

La verdadera justicia social consiste en ofrecer a todos las mismas oportunidades, lo que significa volcar esfuerzos en los más necesitados. Si continuamos por la senda de los recortes, cada vez será mayor la brecha entre la juventud educada –en el amplio sentido de la palabra- y la de los fracasados. Hace falta la intervención de un agente externo, concretamente la del Estado, para romper la inercia decadente que se observa, para evitar que tengamos que seguir contemplando dos juventudes divergentes, la formada por los que tienen acceso a una educación adecuada y la integrada por aquellos a los que la sociedad les ha negado su oportunidad.

Dos juventudes cada vez más separadas por la brecha de la educación.

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