22 de enero de 2017

Patán y populista

Debía de tener yo doce años, o quizá trece, cuando me anude por primera vez una corbata. Fue mi padre quien me enseñó cómo se hacía el nudo -todavía recuerdo su lección sobre el origen del nombre del denominado Windsor-, quien me explicó la forma de centrarlo con respecto a las solapas del cuello de la camisa y quien me advirtió de que el pico pequeño nunca debía de sobresalir del grande. Pero sobre todo me insistió en que éste en ningún caso debía llegar más abajo de la cintura. El cinturón del pantalón, recuerdo que repitió varias veces, marca la frontera entre la elegancia y la ordinariez. Sólo los payasos de circo, para hacer reír, y los patanes la llevan por debajo de ese límite.

Como este tipo de enseñanzas paternas no suelen olvidarse con facilidad –al menos a mí no se me olvidan-, desde entonces suelo fijarme en cómo la gente anuda sus corbatas. Es algo así como si mediante esta observación efectuara un primer reconocimiento de la personalidad de quien acabo de conocer, sin perjuicio de que después profundice en otros criterios más determinantes y menos frívolos. Qué le vamos a hacer: uno tiene sus métodos de evaluación.

Por eso, el otro día, cuando vi la imagen de un Trump en su toma de posesión, a quien la corbata le llegaba mucho más abajo de lo que mi padre hubiera considerado prudente, me costó mucho desviar la mirada de su atuendo y atender a otros aspectos más indicativos de su talante. Lo logré, no sin gran esfuerzo por mi parte, pero me quedé con la idea de que el nuevo presidente de los Estados Unidos es un auténtico patán. Después oí el discurso de toma de posesión y saqué, además, algunas otras conclusiones.

Si a alguien todavía le quedan dudas sobre en qué consiste ser populista, que analice con atención las palabras de Donald Trump tras el juramento. No hay un solo mensaje en su discurso que no deba figurar con derecho propio en la antología del populismo. Empezó diciendo que había llegado a la Casa Blanca para quitar el poder a los de siempre y devolvérselo al pueblo (me suena mucho haber oído algo parecido muy cerca), continuó con una declaración de principios nacionalista -¡America primero, América primero!-, para terminar asegurando que Dios, nada más y nada menos, estaba de su parte. Así cualquiera, como decía aquel.

Le oí decir a uno de esos periodistas a quienes gusta manejar comparaciones de todo tipo, que el nuevo presidente había usado una sintaxis propia de estudiantes de cuarto de primaria y un vocabulario menos extenso que el que utilizaría un alumno de segundo de ESO. Creo que con esta comparación le hacía un gran favor, porque en realidad su lenguaje fue bastante más primitivo. Ni utilizó conceptos políticos ni referencias intelectuales ni cifras económicas, sólo lugares comunes y expresiones huecas. Fue tan zafio que se limitó a dar una visión apocalíptica de la situación de su país, a resucitar aquel viejo concepto del eje del mal que puso de moda George Bush y a amenazar con poner a los demás países patas arriba.

Si no fuera porque en esto de la política internacional yo soy un tanto fatalista, puesto que considero que el mundo rueda sobre unos raíles casi inamovibles, pensaría que la situación está para echarse a temblar.  Confío –ya lo confesé en este blog hace unos meses- en que el equilibrio de poderes que defiende la constitución de los Estados Unidos evite el descarrilamiento al que el señor Trump parece que quiere conducirnos. Pero ya no estoy tan seguro como lo estaba entonces, porque de un ignorante se puede esperar lo peor.

Sobre todo de un ignorante patán y populista.

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