Recuerdo con nostalgia aquellos primeros destellos de turismo masivo en la España de los sesenta, cuando alardeábamos de haber superado el millón de visitantes extranjeros al año, las canciones del verano giraban alrededor del boom turístico y nuestro cine nos castigaba con películas de Alfredo Landa ligando con suecas facilonas. Nos deslumbraban los biquinis que lucían las rubias extranjeras, los modelos de coche que conducían los turistas y las desenfadadas juergas que organizaban aquellos simpáticos bárbaros del norte, entre otras cosas porque aquí estaban prohibidos los bañadores escuetos, los más afortunados conducían un modesto seiscientos y cuando gritábamos algo más alto de lo debido corríamos el riesgo de que se nos aplicara la ley de vagos y maleantes.
Durante años vimos crecer el número de turistas que nos visitaban; y los que mandaban entonces, como los que mandan ahora, nos decían que aquello era algo así como el maná bíblico, una fuente de riqueza inimaginable, un beneficio económico que no podíamos desperdiciar. Nos lo creíamos, porque la realidad del mensaje era indiscutible, y nos fuimos acostumbrando a la masificación veraniega como si se tratara de un hecho inevitable. Nuestras costas fueron llenándose de horribles construcciones, cada vez más altas para que cupieran todos, las playas se inundaron de chiringuitos de dudosa calidad higiénica y la música ramplona, hortera y rompe-tímpanos se apoderó de las noches y del insomnio de los veraneantes.
¡Cuánto ha llovido desde entonces! Lo que en aquellos tiempos contemplábamos como una estampa de progreso y una esperanza de futuro -porque no sólo entraba dinero sino también aires de modernidad-, ahora se nos antoja un auténtico dislate y una fuente de problemas. Las divisas siguen entrando, y es cierto que representan la nada desdeñable cifra del 10% de nuestro Producto Interior Bruto, pero a costa de unos precios bajísimos, sólo compensados por la enorme cantidad de visitantes foráneos de bajo poder adquisitivo. Las estructuras, cuyo crecimiento se ha visto estancado por culpa de la crisis, apenas soportan la marea de turistas; y la educación ciudadana de éstos, en otros tiempos civilizada y correcta, ahora es de tan baja calidad que espanta a la mayoría de nuestros ciudadanos.
Como consecuencia, y teniendo en cuenta lo proclive que somos los españoles a aplicar la ley del péndulo, hemos pasado del orgullo de país turístico, de anfitriones amables, al odio a los turistas; y, en algunos lamentables casos, a la agresión física contra todo aquello que simbolice el turismo. Un disparate, una auténtica barbaridad, porque no es así como debe de solucionarse este problema, sino mediante medidas reguladoras, que sólo pueden proceder de las administraciones correspondientes, fundamentalmente la del gobierno central, que ahora parece más preocupado por incrementar la cantidad que por mejorar la calidad. La iniciativa privada, con sus miras a corto plazo, con su miopía empresarial, ha demostrado ser incapaz de poner coto a éste galopante dislate.
Quizá de esa manera podamos evitar el espectáculo de ver salir a la carrera y a toque de corneta, a primera hora de la mañana, a los turistas alojados en un hotel para escoger hamaca alrededor de la piscina; o las luchas matutinas en las playas de levante con intención de colocar la toalla en primera línea de mar; o las borracheras de adolescentes y no tan adolescentes en Mallorca o en Lloret; o el temerario balconing en tantos sitios. Quizá así podamos recobrar cierto grado de dignidad en nuestro maltratado litoral.
Estoy convencido de que es posible compaginar turismo masivo con tranquilidad ciudadana, sin necesidad de matar la gallina de los huevos de oro. Pero sólo si los responsables se ponen a ello con inteligencia y voluntad. Nunca es tarde.