Oigo con cierta frecuencia aquello de que para qué viajar al extranjero existiendo tantos lugares en España para visitar, tan interesantes o más que los que uno pueda descubrir en tierras extrañas. Lo oigo con tanta insistencia que en más de una ocasión me he puesto a meditar sobre las causas que puedan originar tan categórica recomendación, que en principio me suena, lo diré con claridad meridiana, chovinista, por un lado, y corto de miras, por otro.
¿Qué tiene que ver el culo con las témporas?, dicen los que rehúyen las comparaciones odiosas, que además con frecuencia son estúpidas (las comparaciones). Porque en este caso estamos hablando de cosas idénticas en lo fundamental, aunque distintas en algunos aspectos. Se puede viajar por España, y conocer lugares maravillosos, o por el extranjero, donde, además de visitar parajes también interesantes, se descubren culturas y comportamientos diferentes a los que nos rodean habitualmente. Que las playas de mi querido Cádiz sean prodigiosas no invalida que me impresionen los acantilados de Moher. Ni creo que tenga que renunciar a visitar la catedral de Brujas porque en España contemos con extraordinarias muestras del gótico medieval. Cada cosa en su sitio y haya paz.
Viajar es un concepto que no admite fronteras. Un viaje, por insignificante que sea, es una aventura, grande o pequeña, pero al fin y al cabo una interrupción de lo cotidiano. E interrumpir lo cotidiano y encontrar cosas diferentes a lo de cada día es algo que se puede hacer a la vuelta de la esquina o en el recóndito Yukón, recorriendo las hoces del Guadalope o contemplando las cataratas de Iguazú, paseando por Cáceres o recorriendo Manhattan. Lo importante no es si el lugar pertenece o no a tu país sino lo que allí descubras, se hable español, farsi, mandarín o sánscrito.
Otra cosa son las preferencias de cada uno. Tengo amigos que cuando viajan prefieren dormir en albergues de dudosa higiene a pernoctar en un Sheraton de cinco estrellas; otros que si el viaje exige subirse a un avión eligen quedarse en casa; algunos –no demasiados- necesitan la aventura, aunque ésta comporte incomodidades, desasosiegos o diarreas; y no falta quien me ha espetado que para qué moverse de aquí para allá cuando desde la mullida butaca de tu cuarto de estar puedes recorrer el mundo a través de la pantalla del ordenador. De todo, como en botica.
Después -¡cómo no!- está la edad, a la que nunca se debe dar la espalda, a no ser que uno sea un insensato. No es lo mismo viajar con mochila en el transiberiano con 20 años de edad que trasladarse a las selvas amazónicas con 70 cumplidos. Los riesgos del primero son tan pequeños que merece la pena correrlos. A los segundos, aunque les desee lo mejor, no les arriendo la ganancia, porque las indómitas tensiones arteriales, las amenazas bacterianas y las comidas grasas y ricas en especias están siempre al acecho.
Pero en cualquier caso, qué más da si el viaje es por España o por el extranjero. Eso, a los efectos que nos atañe, es completamente indiferente. Porque viajar es viajar y punto.