En este enrevesado y tortuoso asunto llamado conflicto catalán, sostengo desde hace tiempo que mi posición no se haya equidistante entre la de los constitucionalistas y la de los separatistas. Creo que Cataluña debe permanecer dentro del estado español, lo que se traduce en que estoy en contra, sin ambages, de cualquier intento de separación, mucho más cuando se pretende alcanzar la independencia ignorando las leyes establecidas. Un país como España, con más de cinco siglos de existencia, está en su perfecto derecho a preservar la unidad del conjunto de su territorio. Pero, dicho lo anterior, cada vez estoy más convencido de que es imprescindible llegar a un pacto político entre las dos partes que permita que todos los catalanes, no sólo la mitad, se sientan cómodos, un acuerdo constitucional que el resto de los españoles también aceptemos de buen grado. No es fácil, ya lo sé, pero ignorar las realidades sociales de Cataluña y de España en su conjunto sólo conduce a agravar la situación, a tensar aún más la cuerda, que ya bastante tensa está.
Le oí decir el otro día a Carles Puiddemont una frase algo enigmática. ¿La independencia es la única solución? Pues no. Fue en una rueda de prensa que se celebró después de que el expresidente de la Generalitat hubiera salido de la cárcel alemana en la que estuvo retenido durante unos días y a propósito de una pregunta sobre posibles negociaciones para desencallar la situación. No sé lo que otros pensarán sobre el alcance de este comentario –en realidad una pregunta retórica y una respuesta categórica-, pero a mí me parece que pudiera reflejar una cierta disposición a admitir otras vías que no sean las que conducen a la independencia pura y dura. A estas alturas del proceso, cuando prácticamente todas las cartas están echadas y poco queda por descubrir, quizá estuviera anunciando una actitud favorable a buscar soluciones razonables que dejaran satisfechos a separatistas y a constitucionalistas.
Lo malo es que puede que ya se haya llegado demasiado lejos. Los separatistas, con su empeño en ignorar las leyes, y el gobierno, mediante su falta de capacidad para manejar la situación desde la política –lo que desde mi punto de vista no implicaría abandonar la vía judicial cuando proceda y sólo hasta donde proceda-, han puesto la situación en una difícil tesitura, tan estresada y tensa que a ver quién le pone ahora el cascabel al gato. Pero unos y otros tienen la obligación ineludible de intentarlo, de utilizar la inteligencia y no las vísceras, de rebajar la tensión. Porque si no, se cerraran en falso las heridas una vez más. Los responsables de haberlas abierto, por un lado, y los de no haberlas cerrado adecuadamente, por el otro, pasarán a mejor vida política, y el conflicto quedará aletargado durante un cierto tiempo, pero no muerto. Y esa, todos lo sabemos, no es la solución.
La pregunta que ahora me hago es: ¿de verdad se puede llegar a un acuerdo? A veces, cuando oigo a unos y a otro, cuando observo las miopías políticas o los discursos falaces o los egoístas intereses de partido, cuando compruebo hasta donde hemos llegado, pierdo el ánimo y empiezo a pensar que se han metido y nos han metido a todos en una incontrolada trifulca, como si de repente hubieran perdido el juicio y lo único que quisieran es derrotar al adversario, aunque la victoria sea pírrica. Parece como si a unos les importara muy poco el bienestar del pueblo catalán y a los otros nada asegurar la convivencia de todos dentro de España.
Por eso, cuando oigo alguna frase como la que le oí el otro día pronunciar a Puigdemont, recupero algo el ánimo, porque prefiero suponer que tras ella se esconda cierta predisposición a llegar a un acuerdo. ¿Pero lo entenderán también así los que tienen que entenderlo?