Hablaba yo el otro día con unos amigos de los convencionalismos que el ser humano ha ido adoptando a lo largo de los siglos para relacionarse con sus congéneres. Nuestras vidas, aunque el hecho nos pase desapercibido, están repletas de fórmulas de cortesía que aplicamos constantemente sin ninguna intención concreta, simplemente porque forman parte de la educación que nos ha dado la cultura a la que pertenecemos. Desde el buenos días, pasando por el estrechón de manos y hasta el ceder el paso por razón de sexo o de edad no son más que figuras representativas de eso que llamamos protocolo, que como enseña la Academia es el conjunto de reglas de cortesía que se siguen en las relaciones sociales y que han sido establecidas por costumbre.
Pues bien, yo me declaro protocolario o, mejor dicho, “protocolista”, aunque por incorrecto tenga que entrecomillar el palabro. Me gustan los protocolos. No sólo no me estorban, sino que me transfieren cierta sensación de orden y concierto. Considero que los comportamientos refinados, las manifestaciones de atención hacia los demás son producto del avance cultural, un signo de que el ser humano ha ido dejando en sus relaciones el trato puramente funcional y de conveniencia, hasta alcanzar un nivel de comunicación interpersonal que pone de manifiesto su consideración hacia los que lo rodean.
Incluso me gustan las manifestaciones protocolarias en el ámbito de las instituciones, siempre que no encubran un principio de sumisión. Es cierto que en ocasiones, al amparo de los protocolos, se percibe una especie de servilismo que nada tiene que ver con la consideración y el respeto humano. Pero hecha esta salvedad, considero que cumplir con los protocolos institucionales es síntoma de una buena estructuración social. Por el contrario, incumplirlos supone una forma como otra cualquiera de contestación, de insumisión y de individualismo egoísta. Cuando se vive en sociedad, y todos vivimos en sociedad, se debe cumplir con los convencionalismos sociales.
No corren buenos tiempos para los protocolos, porque la idea de que son unos corsés innecesarios está muy extendida. Incluso hay quienes propalan la idea de que cumplirlos supone una especie de atentado contra los derechos sociales; y también quienes defienden que el individuo para ser completamente libre tiene que abolir cualquier trato de excepción en sus relaciones con las instituciones y con quienes las representan. Son los antisistema, aquellos que confunden el orden institucional con la falta de libertades, ignorando el principio tan conocido de que las libertades de uno acaban donde empiezan las de los otros.
Los protocolos aportan calidad y calidez al comportamiento humano. No empezar a comer hasta que todos los comensales estén dispuestos en la mesa da a entender que se está pendiente de los demás. Y entonar un himno al comienzo de determinados actos público recuerda a todos que lo que ese símbolo representa los une por encima de cualquier otra consideración. Son convencionalismos, sí, pero muy útiles cuando se vive en sociedad.
Otro día hablaré de las liturgias, laicas o religiosas, porque no sólo se dan en el ámbito de las religiones. Pero ya digo, eso será en otra ocasión. Es un tema al que se le puede sacar mucho jugo.