“Luis” -me dijo con un atisbo de timidez en la mirada-, “no sé si sabes que soy el actual concejal
de festejos. Ya que te he visto, quería pedirte en nombre del ayuntamiento que
aceptaras dar el pregón en las fiestas de este año-”. Me quedé tan perplejo,
entre la ilusión que me hacía aquella propuesta y la duda de que yo fuera la
persona más indicada, que empecé a contestarle, no con evasivas, pero sí con
ciertas reservas. “Montero, te agradezco mucho el detalle, pero creo que esto
de los pregones es cosa de gente joven. Lo que yo pueda contar no le interesa a
nadie. ¿Quieres que les hable de mi vida a nuestros paisanos?”. Me miró sonriendo y me contestó que eso era precisamente
lo que quería el alcalde y también lo que a él le gustaría. “De todas formas
-añadió- puedes hablar de lo que te venga en gana”.
Naturalmente acepté, muy consciente de que cumplir bien con
aquel compromiso no iba a ser tarea fácil. Durante los meses siguientes me
devané el seso intentado encontrar un hilo argumental que pudiera tener un
cierto interés para un colectivo en el que algunos, muy pocos, son de mi edad, pero la
mayoría mucho más jóvenes. Tenía además el reto de conseguir darle al discurso un tono
adecuado, alejado de retóricas alambicadas, pero sin caer en la vulgaridad. Al
pan, pan y al vino, vino, pero a ser posible candeal el primero y de reserva el segundo.
Elegí contar mis experiencias en Castellote, desde que aparecí en el
pueblo por primera vez cuando todavía no había cumplido los trece años, hasta
la fecha. Rebusqué en la memoria algunos personajes que me hubieran dejado
buenos recuerdos, describí someramente las precariedades en las
infraestructuras de la época, sin agua corriente ni alcantarillas y con
continuos cortes de electricidad. Pero sobre todo me centré en una época, la de
los sesenta y parte de los setenta, cuando Castellote se había convertido en un
auténtico pueblo minero. Hablé de la prosperidad de entonces, que evidentemente
la hubo, pero también y sobre todo de los sacrificios de un oficio tan duro
como es el de la minería del carbón.
No sé si atiné, pero agradecí los espaldarazos que recibí. Tengo la sensación de que hablar de los mineros emocionó a algunos –
para otros era un tema del que apenas conocían detalles-. El alcalde se me
acercó después y me dijo que recogía el reto que le había lanzado desde el
atril sugiriendo que se instalara un pequeño monumento o lápida en algún lugar del
pueblo, para que el recuerdo de aquella época no se perdiera. La verdad es que hasta
ahora no se ha hecho nada, pero es que los presupuestos son los presupuestos.
Recuerdo cuando bajaba en la comitiva desde el ayuntamiento
a la plaza de “El caballón” del brazo de una guapísima maja -cómo me gusta lo de maja- que me preguntó
qué tal bailaba el vals, porque después los concejales y el pregonero tenían que
iniciar el baile. Creo que le contesté que prefería la salsa, pero que haría lo que
pudiera. Los nervios y la excitación provocan chistes fáciles.
Cuento todo esto porque, aunque haya pasado ya tanto tiempo,
mantengo un recuerdo inolvidable de aquel día, en el que me sentí muy orgulloso
al contemplar que se había contado conmigo para un evento anual que tiene más
importancia de la que suele dársele. Cuando hablas desde una tarima y tras un
atril en la inauguración de las fiestas de algún lugar, estás representando la inteligencia colectiva de los que te oyen.
Ahí queda mi satisfacción y mi agradecimiento a quienes me propusieron.