5 de enero de 2025

Recuerdos olvidados 32. Pregonero en las fiestas de mi pueblo

 

No recuerdo bien la fecha, pero teniendo en cuenta que lo que voy a relatar sucedió poco después de que hubiera publicado mis dos primeras novelas, creo que no me equivocaría demasiado si la situara en la primavera de 2007. Estábamos Ana Mary y yo pasando unos días en Castellote fuera de las temporadas para nosotros habituales, tomábamos unos vinos en la barra del Guarch -refugio de lugareños, forasteros, caminantes y andariegos- cuando se me acercó alguien cuya cara me resultaba muy conocida, pero que al principio no conseguía identificar. Era el Montero, un amigo mío de los veraneos infantiles castellotanos.

“Luis” -me dijo con un atisbo de timidez en la mirada-, “no sé si sabes que soy el actual concejal de festejos. Ya que te he visto, quería pedirte en nombre del ayuntamiento que aceptaras dar el pregón en las fiestas de este año-”. Me quedé tan perplejo, entre la ilusión que me hacía aquella propuesta y la duda de que yo fuera la persona más indicada, que empecé a contestarle, no con evasivas, pero sí con ciertas reservas. “Montero, te agradezco mucho el detalle, pero creo que esto de los pregones es cosa de gente joven. Lo que yo pueda contar no le interesa a nadie. ¿Quieres que les hable de mi vida a nuestros paisanos?”. Me miró sonriendo y me contestó que eso era precisamente lo que quería el alcalde y también lo que a él le gustaría. “De todas formas -añadió- puedes hablar de lo que te venga en gana”.

Naturalmente acepté, muy consciente de que cumplir bien con aquel compromiso no iba a ser tarea fácil. Durante los meses siguientes me devané el seso intentado encontrar un hilo argumental que pudiera tener un cierto interés para un colectivo en el que algunos, muy pocos, son de mi edad, pero la mayoría mucho más jóvenes. Tenía además el reto de conseguir darle al discurso un tono adecuado, alejado de retóricas alambicadas, pero sin caer en la vulgaridad. Al pan, pan y al vino, vino, pero a ser posible candeal el primero y de reserva el segundo.

Elegí contar mis experiencias en Castellote, desde que aparecí en el pueblo por primera vez cuando todavía no había cumplido los trece años, hasta la fecha. Rebusqué en la memoria algunos personajes que me hubieran dejado buenos recuerdos, describí someramente las precariedades en las infraestructuras de la época, sin agua corriente ni alcantarillas y con continuos cortes de electricidad. Pero sobre todo me centré en una época, la de los sesenta y parte de los setenta, cuando Castellote se había convertido en un auténtico pueblo minero. Hablé de la prosperidad de entonces, que evidentemente la hubo, pero también y sobre todo de los sacrificios de un oficio tan duro como es el de la minería del carbón.

No sé si atiné, pero agradecí los espaldarazos que recibí. Tengo la sensación de que hablar de los mineros emocionó a algunos – para otros era un tema del que apenas conocían detalles-. El alcalde se me acercó después y me dijo que recogía el reto que le había lanzado desde el atril sugiriendo que se instalara un pequeño monumento o lápida en algún lugar del pueblo, para que el recuerdo de aquella época no se perdiera. La verdad es que hasta ahora no se ha hecho nada, pero es que los presupuestos son los presupuestos.

Recuerdo cuando bajaba en la comitiva desde el ayuntamiento a la plaza de “El caballón” del brazo de una guapísima maja -cómo me gusta lo de maja- que me preguntó qué tal bailaba el vals, porque después los concejales y el pregonero tenían que iniciar el baile. Creo que le contesté que prefería la salsa, pero que haría lo que pudiera. Los nervios y la excitación provocan chistes fáciles.

Cuento todo esto porque, aunque haya pasado ya tanto tiempo, mantengo un recuerdo inolvidable de aquel día, en el que me sentí muy orgulloso al contemplar que se había contado conmigo para un evento anual que tiene más importancia de la que suele dársele. Cuando hablas desde una tarima y tras un atril en la inauguración de las fiestas de algún lugar, estás representando la inteligencia colectiva de los que te oyen.

Ahí queda mi satisfacción y mi agradecimiento a quienes me propusieron.

1 de enero de 2025

Sí, claro hay lawfare

 

Empezaré confesando que he tenido que buscar en "fuentes generalmente bien informadas" -Internet- el significado de la expresión inglesa lawfare. Parece ser que se trata, si lo he entendido bien, de un juego de palabras entre law (ley) y warfare (relativo a la guerra). Así que, con un poco de imaginación estaríamos hablando de juego sucio en la administración de justicia. Pues bien, como digo en el título, existir, existe, no digo en general, pero sí en determinadas ocasiones.

No pretendo  entrar en casos concretos. Los tengo en la cabeza, pero precisamente como estoy convencido de que no se puede juzgar sin pruebas me los callo. Además, si no quiero adentrarme en detalles es porque no creo que el problema sea de individuos aislados, sino de estructura política. De los colectivos profesionales que sucedieron a los que existían durante la dictadura, estoy convencido de que el de la judicatura ha sido el más inamovible y el más maleable por los intereses políticos.

Se trata de uno de los llamados poderes del Estado, junto al ejecutivo y al legislativo. Pero como el ejecutivo, en sus distintas etapas, contando con el legislativo cuando ha gozado con mayoría suficiente, ha intentado hacer de su capa un sayo con la justicia, nos encontramos en una situación que me parece francamente preocupante desde el punto de vista del correcto funcionamiento democrático de un estado de derecho. Creo que hay que decirlo alto y claro, no para cargar las tintas, que ya bastante cargadas están, sino para tomar conciencia de que se deben corregir los entuertos, por supuesto con los procedimientos que brinda la democracia.

Como todos los días se aprende algo nuevo, he intentado y supongo que conseguido entender qué es una investigación prospectiva. Copio: es aquella que se produce cuando no hay un hecho delictivo claro, por lo que no debería hacerse. Como ejemplo, la fuente que he consultado añade: casos que se conocen a través de los medios de comunicación y que un juez decide investigarlos sin denuncias previas. En esta categoría están aquellos que se inician "para ver si se encuentra algo".

A mí este asunto me recuerda a los procedimientos de la Inquisición. Entonces no había medios de comunicación como ahora los entendemos, pero sí mentideros en las villas. Los inquisidores aceptaban sin mayor consideración las difamaciones del populacho y así le fue durante aquel triste periodo de la humanidad a los países que tuvieron que soportar las hogueras, entre otros mi querida España como cantaba Cecilia.

No voy a negar que haya corrupción en la clase política, porque desgraciadamente la tendencia al robo, al enriquecimiento ilícito y la propensión al pelotazo está en el ADN del ser humano y, lamento decirlo, nunca desaparecerán. Los presuntos corruptos a los tribunales cuando existan pruebas suficientes y, si se demuestra fehacientemente su culpabilidad, que paguen sus delitos. Pero meter al adversario político de la mano de ciertos jueces en acusaciones no demostradas sólo para debilitarlo, es propio de la Inquisición y hay que acabar con ello.

Ya está bien de andarse con rodeos en un asunto tan preocupante.

28 de diciembre de 2024

La otra noche tuve un sueño

Martin Luther King dijo en una ocasión que tenía un sueño. Soñaba con que la comunidad de raza negra de Estados Unidos lograra algún día alcanzar los mismos derechos que gozaba la de los blancos. Sólo eso y lo asesinaron

El mío ha sido distinto, lo advierto, porque confío en que nadie tome represalias. Me encontraba inmerso en una sociedad, ésa a la que llamamos occidental y en ocasiones con altivez el primer mundo, en la que habían desaparecido los prejuicios sociológicos heredados de una historia tachonada de mensajes egoístas y exclusivistas, de predicadores encerrados en sus burbujas de privilegios, de patrioteros vocingleros de mente angosta. Los inmigrantes no morían a centenares intentando alcanzar las costas de sus ilusiones y cuando llegaban eran acogidos como seres humanos y no como peligrosos delincuentes. Los ciudadanos elegían a quién amar y no estaban condicionados por mandamientos religiosos. Las mujeres eran dueñas del destino de sus cuerpos y a sus en ocasiones difíciles decisiones no se añadía el estigma de la intolerancia. Los humanos se miraban directamente a los ojos y los matices del color de su piel no eran más que variaciones de los pigmentos cutáneos que no afectaban a su dignidad como personas. Soñaba que me encontraba en un mundo al que por fin había llegado la civilización y la cultura. La razón se había impuesto sobre las supersticiones.

No oculto que en determinados momentos del sueño me asaltaban dudas, porque tanta belleza tenía que ser imposible. Pero como en aquellos momentos de inconsciencia onírica mi ángel del optimismo vencía a su contrario, al de la amargura, me sobreponía a las dudas y continuaba soñando. Es verdad que me parecía muy extraño, porque hasta soñando es imposible perder por completo el sentido de la realidad. 

Dicen que los sueños son restos del pensamiento alojados en desorden en el cerebro, por lo que no hubiera debido tener ninguna duda de que lo que me imaginaba mientras dormía era cómo me gustaría que las cosas fueran y no cómo son en realidad. También afirman que son válvulas de escape de las aspiraciones utópicas, de los anhelos insatisfechos. Puede ser, no lo voy a negar, que este sueño haya sido por tanto consecuencia de alguna frustración.

Me desperté, intenté recuperar el sentido de la realidad, y enseguida concluí que todo aquello no había sido más que un deseo. Ya por la mañana, cuando oía en la radio las noticias mientras desayunaba, empezaron a llegarme los mismos mensajes de intolerancia a los que estoy acostumbrado, los exabruptos de los Trump y las Meloni, los voceríos de los Orbán y los Bolsonaro, las amenazas de los Putin y los Netanyahu. Pero también los de muchos de mis compatriotas, porque no hay que cruzar fronteras para tropezar constantemente con la intolerancia y la sinrazón.

La otra noche tuve un sueño, pero no fue más que un sueño. 

24 de diciembre de 2024

Recuerdos olvidados 31. La tertulia de La Galette

No recuerdo con exactitud la fecha en la que un grupo de amigos y amigas empezamos aquella larga e interesante serie de reuniones quincenales, actividad que denominábamos La tertulia; aunque no creo que me equivoque demasiado si digo que debió de ser a partir de 2008. Empezábamos aproximadamente a las diez y media de la mañana tomando unos cafés en una especie de apartado que había puesto a nuestra disposición el restaurante La Galette, situado en la calle de Bárbara de Braganza de Madrid -hoy desaparecido como todos aquellos lugares que me traigan buenos recuerdos-, y terminábamos con el aperitivo o quedándonos a comer allí o en algún otro lugar cercano. 

Al principio no fue fácil organizarla, porque cuando propuse la idea nadie creía en que aquello pudiera ir adelante. Pero cuando se puso en marcha cundió el interés. Los dos primeros encuentros fueron en el Café Gijón por aquello del mimetismo tertuliano, pero dada la incomodidad y el trasiego humano nos resultaba incómodo. En La Galette, sin gente a nuestro alrededor a esas horas, nos dábamos conferencias los unos a los otros de propósito cultural, invitábamos a "artistas especiales" para que nos las dieran ellos a nosotros y hablábamos y hablábamos. Sólo nos habíamos puesto una condición, la de no entrar en temas políticos, porque no todos teníamos las mismas ideas y por consiguiente para qué crear tensiones.

Los había entusiastas -mi gran amigo José Luis- y convidados de piedra -no doy nombres- que parecían estar allí siempre de mal humor. Pero el ambiente colectivo que se respiraba era el de un grupo de amigos que pretendía mediante la cultura ir un poco más allá de sus contactos habituales. No tratábamos temas excesivamente complejos, sino todo lo contrario. Recuerdo algún invitado hablándonos de la cría del cerdo, a otro sobre el cuidado de sus viñedos, a la joven sobrina de uno de mis amigos contándonos sus experiencias como colaboradora en organizaciones de ayuda humanitaria y a un gran amigo -viajero y no turista- explicando como recorría la India en autobús, con un nativo sentado en el respaldo de su asiento en posición gallinácea. E incluso a un físico explicándonos el universo de las microdimensiones y a una de nuestras tertulianas, brasileña de nacimiento, detallando los interesantes entresijos de su  país. De todo como en botica.

También pasó por allí una poeta que empezaba a abrirse camino en el sendero de la poesía, un actor secundario de cine y teatro, galán sesentón que nos explicó el mundo que se esconde tras las bambalinas sociales de los “cómicos”, y a una actriz madura que había sido compañera sentimental de un conocido actor del cine español y que además de interpretar escribía. Asistimos al estreno de una de sus obras en un céntrico teatro de Madrid, representación que no recuerdo que me causara un gran impacto.

Yo di algunas charlas sobre temas en los que había tenido que profundizar al escribir una de mis novelas. La orden de los Templarios y la expulsión de los moriscos fueron dos de ellas. También, y la recuerdo con cierto cariño porque al prepararla tuve que profundizar en datos que me resultaron muy interesantes, otra sobre los grandes países del mundo en extensión y en población. Pura geografía.

Hicimos varios viajes (Córdoba, Soria, Vitoria, Oviedo, San Sebastián…), escapadas entre la cultura y la diversión, todas interesantes y, debo confesarlo, bien preparadas por los responsables de turno. La de Córdoba concretamente fue un auténtico éxito, gracias al interés de mi amigo y excompañero de trabajo José Luis -otro José Luis-, experto en organizar reuniones numerosas y de complicada logística.

Pero como todo envejece en la vida, hasta la disposición al contacto con los amigos, empecé a notar ciertas desganas, algo de apatía y síntomas de abandono. La tertulia se extinguió porque a unos cuantos les empezó a faltar interés y nunca se debe navegar contra marea. 

Aquella etapa, que duró unos diez años, constituye para mí un periodo interesante. Nos reuníamos, aprendíamos y disfrutábamos. Yo hubiera seguido hasta asistir a la tertulia apoyado en un bastón. 

20 de diciembre de 2024

Otra vez Navidad. La nimiedad de lo intrascendente

Podría haber elegido otro subtítulo, como por ejemplo la insignificancia de lo poco importante, pero entonces hubiera quedado el mensaje muy directo y a mí me gustan los circunloquios retóricos. Porque hoy, aprovechando que estamos en Navidad, pretendo reflexionar sobre un tema que siempre me ha llamado la atención, la trascendencia que le dan algunos a lo banal. Existe un tipo de personas que van por el mundo tomándose demasiado en serio lo que para la mayoría no tiene más importancia que la de pasar un rato, divertirse o dar salida a los malos humores. Su escaso sentido de la realidad social, o quizá su misantropía, les hace convertir lo baladí en relevante, lo insignificante en trascendente.

La vida es ya lo suficientemente enrevesada como para juzgar los comportamientos desenfadados con la misma rigurosidad que algunos católicos, no todos, juzgan los pecados mortales o los jueces, también algunos, las infracciones del código penal.  

Pongamos unos ejemplos. Tomar las uvas para acompañar las campanadas que señalan el inicio de un nuevo año es una costumbre trivial, que lo único que pretende es que el que lo haga se divierta en compañía de familiares o amigos. Renunciar a ello por considerarlo baladí es convertir la nimiedad en trascendencia. Felicitar a los amigos por Navidad sólo es una etiqueta para poner de manifiesto los vínculos afectivos que nos unen a las personas de nuestro entorno. Por tanto, considerar que hacerlo no tiene ningún sentido, porque la felicidad hay que desearla todos los días del año, es dar importancia a lo que no es más que un ritual intrascendente. En este caso, además, una cortesía social muy extendida.

Me quedo con estos ejemplos, inspirados en dos situaciones de las que he sido testigo en alguna ocasión, cuando felicitaba hace tiempo la víspera del día de Navidad a un amigo o cuando le explicaba a otro el rato tan divertido que paso yo todos los años oyendo las campanadas de la Puerta del Sol, mientras me atraganto tomando las uvas con mi mujer, con mis hijos y con mis nietos, entre risas y alborozo intrascendente. Los dos me habían dado su "trascendente opinión".

La vida, afortunadamente, no es una continua sucesión de situaciones determinantes y sustanciales, sino que, por el contrario, para un buen equilibrio mental conviene alternar los momentos serios y profundos con los divertidos y superficiales. En cada situación se debe responder como corresponda, o con la seriedad que requieren los asuntos importantes o con desenfado a los triviales. Los que reaccionan a los intrascendentes con seriedad y circunspección pueden caer en la misantropía; mientras que los que frente a los trascendentes se ponen el mundo por montera corren el riesgo de llegar a la irresponsabilidad.

Hay que ver lo que dan de sí dos anécdotas intrascendentes, la felicitación de Navidad y las uvas de Nochevieja. Puede ser que me hayan sido útiles para mantenerme en el propósito de no confundir nunca lo nimio y trivial con lo importante y fundamental. O para seguir tomando las uvas en Nochevieja y continuar deseando felicidad  a mis amigos en Navidad..

¡Feliz Navidad a todos!

16 de diciembre de 2024

Recuerdos olvidados 30. El carrusel de las ostras

 

Supongo que andaría yo por los 38 o quizá los 39 años, así que situémonos en los finales de los setenta del siglo pasado. Mi empresa organizaba unos viajes para ejecutivos de nuestros clientes, bajo el nombre de Study Tour (recorrido de estudios), elegante denominación para una corta excursión de tres días con el propósito de visitar centros de IBM que a nuestro juicio vendieran imagen de solidez empresarial y tecnología de vanguardia.

Los traslados se hacían en un jet privado de la compañía, piloto, copiloto, asistente de vuelo y media docena de pasajeros, entre ellos un representante de nuestra organización comercial, en realidad el responsable directo de que todo funcionara de acuerdo con el plan establecido. Yo tuve la ocasión de disfrutar de aquella interesante experiencia en varias ocasiones. No era fácil, debo de advertirlo, porque surgían con frecuencia problemas de carácter logístico que había que resolver, porque además era necesario engrasar con mucho detalle el enlace con nuestros compañeros de otros países, no siempre conscientes de nuestros propósitos, y porque por si fuera poco los idiomas siempre han sido un serio obstáculo para la comunicación fluida. Al menos para mí, que no me gusta atascarme en los discursos.

Recuerdo que en la ocasión que voy a relatar hicimos dos escalas, una en Montpellier para visitar una fábrica – de discos, si no recuerdo mal- y otra en Niza, donde pernoctamos, con el objeto de que nos enseñaran un laboratorio, el de La Gaude.

En la primera de las localidades, después de la visita nos fuimos los seis a comer a un restaurante de los típicos de la región, en el que el plato principal consistía en ostras. En una mesa redonda, los camareros colocaron en el centro un carrusel giratorio repleto de conchas abiertas del preciado molusco bivalvo, al alcance de todos los comensales, artefacto que hacíamos girar a nuestra conveniencia.

Entre mis responsabilidades, quizá la más importante, estaba la de mantener una conversación lo más continua posible entre nuestros importantes invitados, todos ellos presidentes, consejeros delegados y directores generales. Retengo en la memoria algunos nombres, pero no vienen a cuento.

En estas ocasiones nunca se entra en detalles, sino que se habla de macroeconomía, de índices, de inflaciones e incluso a veces del sexo de los ángeles. Pero lo que es muy importante, y como consecuencia yo estaba obligado a facilitar, era la comunicación entre todos ellos. Los silencios sobrevenidos nunca son recomendables en el mundo de los negocios.

Pues bien, como ya he dado a entender arriba, a mí las ostras me encantan. Empezamos a comer, el condumio y la conversación circulaban por los cauces adecuados, yo hablaba y no paraba, sonreía cuando era necesario, ponía cara de admiración si el guion me lo exigía y animaba a los más reticentes a que no perdieran el ritmo. Era lo que tenía que hacer y para eso estaba allí.

De repente en alguna pausa involuntaria miré mi plato. Estaba a rebosar de conchas, amontonadas en orden -el desorden siempre me ha deprimido-, pero al mismo tiempo a un tris del derrumbe. Miré los de los demás y observé que alguno estaba vacío y que en los otros sólo había dos o tres solitarios caparazones. Busqué una salida digna a mi indignidad gastronómica y sólo se me ocurrió decir algo así como, "deberíais haberme advertido de que no os gustaban las ostras y hubiéramos pedido otra cosa". Entonces, el que en cierto modo parecía el decano del grupo, un hombre de pelo canoso, voz algo engolada y ademanes refinados, me miró por encima de sus gafas y contestó: pero sin embargo parece que a ti te encantan.

En la vida de los negocios ocurren situaciones verdaderamente chocantes. Por mucho que uno esté entrenado para hacer las cosas correctamente siempre aparecerán imprevistos. Yo en aquella ocasión tomé una drástica decisión, la de no volver a tomar ostras jamás en presencia de un cliente.

A partir de ese momento sólo me atrevía, y siempre con mucho cuidado, a pedir mejillones en los alrededores de la Grand Place de Bruselas, aunque no sea lo mismo. Pero sin pasarme nunca de la media docena que marcan los cánones.

12 de diciembre de 2024

La injuria manifiesta y el irónico desprecio

Quienes lean estas ocurrencias mías habrán observado que intento guardar una cierta frecuencia al publicarlas. Suelen ser periodos de cuatro día, que a veces se convierten en cinco por la molicie y otras en tres por la impaciencia. Esta vez la idea me bulle en la sangre.

El otro día, mientras desayunaba, tuve ocasión de oír la primera pregunta que el señor Núñez Feijóo le hacía al señor Sánchez durante el último debate de control del gobierno de la nación. Como suele ocurrir en estos casos, en realidad no fue una pregunta sino una retahíla de acusaciones y, como siempre, en el estilo menos parlamentario y más macarra que yo haya oído a un político en mi vida. Entre otras lindezas soltó la siguiente frase: estas Navidades sentará usted a su mesa a dos imputados. Cuando el presidente del gobierno contestó a la gentileza, lo primero que le dijo fue: ¡Vaya, señor Feijóo, ha venido usted hoy muy flojo! O algo así, porque no tomé nota.

El asunto anterior lo dejo aquí, porque creo que poco hay que añadir a este aburrido acoso de la oposición, que ni pregunta por el empleo ni por el déficit ni por los niveles de los alquileres ni por nada que le preocupe de verdad a los españoles. Siembra odio y espera recoger triunfos. Pero me sirve de introducción a una reflexión sobre las respuestas inteligentes a las impertinencias necias. Cada vez estoy más convencido de que a éstas nunca hay que contestar con el mismo estilo, sino cambiar el tono y utilizar la ironía. Lo digo arriba: frente a la injuria, la ironía.

La verdad es que yo pocas injurias he recibido en mi vida, no sé si porque no he dado lugar a ello o porque no ha habido ocasión. Pero siendo temperamental como soy -es cuestión de genes- mucho me temo que no sabría contestar con la serenidad precisa. Manolo, un amigo mío, muy ocurrente y castizo él, en ciertas situaciones contestaba déjalo “pa prao”, supongo que una simpática expresión asturiana adquirida en sus tiempos de ingeniero en las minas de carbón. Pues bien, yo a lo más que llegaría ahora sería a contestar como lo hacía él.

El ingenio, la agudeza, la ironía, el sentido de la oportunidad y, sobre todo, el humor, no deberían estar nunca ausentes en una discusión, por agresiva y corrosiva que ésta sea. Pero eso es algo que forma parte del talento de cada uno y que no es fácil adquirir mediante entrenamientos. Enzarzarse en discusiones suele ser estéril, además de una manera de realimentar las injurias del contrario. Lo mejor es salirse por la tangente y dejarlo “pa prao”.

Ahora bien, después de lo que he oído en el debate citado, voy a ver si me entreno. Por lo menos quiero intentarlo, porque me ha parecido una respuesta inteligente a un comentario necio y torticero, de esos de mala leche. Yo, cuando estudiaba primaria tenía una asignatura que se llamaba Urbanidad y en la que te enseñaban modales. Como el señor Núñez Feijóo es bastante más joven, es posible que a él no le llegaran aquellas inestimables recomendaciones porque cambiara el plan de estudios. Pero, como dijo su compañero de partido en la mesa del Congreso, ¡manda huevos!

Lo dejo aquí porque en cuanto me descuido vuelvo a  lo que no quiero, al contragolpe en vez de a la ironía y la sutileza. Pero es que para esto último puede que no sirva. Al menos de momento, porque, ya lo he dicho, voy a entrenarme con ahínco.

9 de diciembre de 2024

Recuerdos olvidados 29. El juego de las banderas de señales

 

Esto que voy a contar a continuación sucedió cuando yo tenía once o doce años y vivía con mis padres en el Hospital Militar de Barcelona, una de las épocas más felices de mi infancia, porque aquel enorme recinto, plagado de pabellones para enfermos y con todo tipo de instalaciones diseminadas entre grandes jardines, era un escenario ideal para nuestros juegos infantiles. No era necesario salir de allí para disponer de todo aquello que necesita un niño.

Un día, cuando deambulaba yo por los jardines del hospital en compañía de algunos amigos, se nos acercó un cabo primero completamente uniformado, casco y correaje incluidos, algo inusual en aquel lugar, donde lo normal era ver batas blancas. Nos saludó y nos preguntó si vivíamos allí. Era el jefe del retén que custodiaba a los enfermos que cumplían algún tipo de condena carcelaria. Entre el medio millar de hospitalizados siempre había algún preso, por lo que todos los días se enviaba desde cualquiera de los cuarteles de la ciudad un pequeño destacamento para asegurar su custodia.

Aquel militar, que andaría por los veintitantos, quería que le enseñáramos el recinto para hacerse una idea de por dónde podría fugarse un preso. Era la primera vez que cumplía con aquella obligación y, según nos dijo, no sería la última. Supongo, esto lo he pensado mucho después, que aquel joven estaba aburrido y que con el paseo estiraba las piernas y combatía el tedio. Pero lo cierto es que nos cayó a todos muy bien, hicimos buenas migas y a partir de entonces nos buscaba cada vez que le encomendaban el mando del destacamento de turno.

Cuento esto, porque un día se presentó con dos banderas de señales, de esas que, sujetas una con cada mano y colocando los brazos en diferentes posiciones, permiten mediante un código tipo morse enviar mensajes a distancia. A partir de entonces, los de nuestra pandilla, formada por algo más de media docena de chicos y chicas, nos convertimos en atentos alumnos de unas clases muy entretenidas, de cuyas enseñanzas pensábamos sacarle partido en nuestros juegos infantiles.

He intentado con ayuda de Internet buscar referencias que me ayudaran a recordar los colores de las banderas y el código de letras. Pero no estoy seguro de haber encontrado lo que, muy borrado por el paso del tiempo, retiene mi memoria. Lo más parecido es algo que se denomina Código Semáforo y que, según leo, se usa en las marinas. Las banderas que recuerdo eran una blanca y otra roja y las de este código son iguales, formadas las dos por un triángulo rojo y otro blanco. Además, quien nos enseñaba cómo utilizarlas no era un marino sino un militar del arma de transmisiones.

Aquellas enseñanzas se convirtieron en la base de un nuevo juego, el de las banderas de señales, con las que nos transmitíamos mensajes de un lugar a otro del hospital, ante los ojos sorprendidos de quien nos viera. Supongo, no lo recuerdo bien, que con el tiempo decaería nuestro interés por aquel entretenimiento, para ser sustituido inmediatamente por cualquier otro. El escenario, ya lo he dicho, no podía ser más apropiado para dar rienda suelta a nuestras calenturientas imaginaciones.

Aquellos si eran juegos y no estos de ahora de las PlayStation. Tengo la sensación de que el mundo de los entretenimientos se está deteriorando a una velocidad increíble. Aunque puede que esta última lamentación sea consecuencia de mi edad, a pesar de que intento llevarla bien o, al menos, con resignación.

6 de diciembre de 2024

Resistir no es gobernar

 

Hace unos días meditaba yo en estas páginas sobre la enfermiza obsesión de la oposición con Pedro Sánchez. Hoy voy a reflexionar acerca de la consigna socialista de resistir, que no sé si ha nacido en el seno del propio PSOE o se trata de una más de las maledicencias de la oposición.

A mí esta expresión no me gusta por lo que significa. Resistir suele llevar aparejada una cierta inactividad, porque el que resiste en política no tiene tiempo para hacer otra cosa que no sea contrarrestar las embestidas del adversario. Por tanto, si este gobierno adoptara la estrategia de la resistencia frente a los ataques conservadores, se resentirían las iniciativas políticas, dejaría de alimentar el boletín oficial con nuevas leyes progresistas y sería el principio del fin.

Una cosa es que la estrategia elegida por la oposición conservadora sea la de acoso y derribo -ya lo hicieron con Felipe González- y otra muy distinta que el gobierno establezca una política de resistencia a ultranza y abandone la gobernanza. Lo primero, la desazón de los conservadores por no poder gobernar está ahí y es una realidad con la que el gobierno tiene que contar. Pero si en vez de seguir impulsando políticas de progreso entra en la dinámica de la resistencia, apaga y vámonos, como diría un castizo.

Yo creo que es ahora más que nunca cuando el gobierno está obligado a redoblar sus esfuerzos para sacar leyes progresistas adelante, en vez de dar la sensación de que se ha atrincherado y que se limita a devolver los golpes. Sus votantes no lo entenderían y empezarían a mirar para otro lado. Los aliados del PSOE dejarían de apoyarlo, temiéndose que si siguen junto a ellos se vean arrastrados por la caída de los socialistas. Pero sobre todo la derecha y la ultraderecha empezarían a tener argumentos que ahora no tienen para hacer oposición contra el gobierno y ya no se verían obligados como ahora a utilizar argumentos judiciales sin pruebas.

Es verdad que de este congreso socialista ha salido la consigna de redoblar esfuerzos, de cargarse las pilas y de ir a por todas. Pero no lo es menos que si esta intención se queda sólo en palabras, una parte de la sociedad lo interpretará como un cierre de filas para resistir. Si el PSOE quiere recuperar credibilidad, tiene que empezar a dar muestras de nuevos bríos, cuanto antes mejor. 

Una vieja frase que a mí me gusta utilizar de vez en vez es que en ocasiones hay que mover el árbol para que se caigan las hojas secas. Encierra un mensaje que los socialistas están obligados a cumplir de inmediato si quiere seguir gobernando. En su estructura hay muchas hojas secas, demasiada rémora orgánica y bastante estanqueidad organizativa. No es fácil romper esta dinámica, porque las deslealtades siempre estarán al acecho, unas veces por razones ideológicas y otras por intereses espurios. Pero peor que las deslealtades son las incompetencias. A los desleales se le puede neutralizar con facilidad, mientras que a los incompetentes hay que eliminarlos políticamente aunque a veces no sea fácil. Están ocupando puestos de responsabilidad que podrían estar en manos de personas mucho más aptas.

Ignacio de Loyola dijo aquello de que en tiempos de tribulación no hacer mudanzas. Pero esa consigna, que me parece prudente pero muy conservadora, no se puede convertir en el leitmotiv de un partido político progresista. Es cierto que hay tribulación, pero ello no debe impedir hacer mudanzas urgentes. 

De la misma forma que el otro día opinaba yo que el PP con su política de acusaciones infundadas puede terminar favoreciendo a Sánchez, hoy me atrevo a decir que o el PSOE incorpora nuevos valores en su estructura para reforzar las iniciativas o Feijóo acabará aprovechando la situación de inmovilidad de su adversario.

2 de diciembre de 2024

Obsesiones enfermizas

Vaya por delante que estoy completamente seguro de que no todos los que lean lo que viene a continuación compartirán mi punto de vista. Pero como mi propósito cuando escribo aquí es explicar mi valoración sobre todo aquello que me rodea, voy a desarrollar la idea que hoy me ha sentado frente al ordenador.

La sensación que a mí me da cuando oigo las invectivas de los líderes de la oposición contra Pedro Sánchez es que padecen una obsesión en grado superlativo, una fijación mórbida, enfermiza y patológica. No hablan de él como político, sino como si fuera el enemigo público número uno. No censuran sus iniciativas políticas, sino que se enredan en acusaciones indemostradas y puede que indemostrables. No utilizan un lenguaje político o un estilo parlamentario, sino la más vulgar de las retóricas barriobajeras. No proponen ninguna alternativa, sino simplemente le piden que se vaya, que dimita, que les deje el campo libre. En definitiva, no hacen oposición democrática, sino tan sólo gritan, tan fuerte como pueden y con tanta mala baba como son capaces.

A mí esa actitud me parece tan ridícula, tan pueril y sobre todo tan inútil, que he llegado a la conclusión de que en vez de perjudicar al objeto de sus desvelos lo están favoreciendo con tanta monserga, porque salvo a sus incondicionales, y a éstos no hay que convencerlos, al resto de los españoles les tiene que sorprender un estilo tan descarnado y tan vulgar. El otro día, sin ir más lejos, el señor Feijoo, en un alarde de ocurrencia sobrevenida, le dijo a Sánchez desde el atril de un mitin que ya no le pedía que se fuera, sino que esperaría a que las urnas lo "echaran" democráticamente. A mí me parece que el subconsciente traicionó al líder conservador, porque si antes no confiaba en que el juego democrático decidiera el futuro político del presidente del gobierno, ¿a qué se refería cuando gritaba que los españoles lo iban a echar?

Por otro lado, las contradicciones en que caen con tanto acaloramiento son llamativas. Acusan a Sánchez de totalitario, de usurpar las instituciones, y al mismo tiempo confían en que las urnas, las únicas capaces de cambiar o mantener gobiernos democráticos, quiten a Sánchez de en medio. Puede ser, no lo descarto, que por fin hayan llegado a la conclusión de que hay legislatura para rato y hayan decidido cambiar de estrategia.

Además, en su desesperación cometen errores políticos de bulto. El empeño que pusieron en evitar que Teresa Rivera fuera nombrada vicepresidenta del ejecutivo europeo se quedó en agua de borrajas, porque la desfachatez que se sacaron de la manga para tapar la ineptitud de su compañero de filas el señor Mazón se convirtió en un auténtico fracaso. No sé con qué cara tratarán ahora a la presidenta Úrsula von der Leyen ni con que fuerza moral hablarán a partir de este momento con sus colegas europeos. Un auténtico fracaso político que Feijóo ha convertido, gracias a sus obsesiones patológicas, en un éxito rotundo de Sánchez.

En un estado democrático se gobierna cuando se tiene el respaldo social suficiente. Feijóo, que llegó a decir en un alarde de ingenuidad política que no era presidente porque no quería, no lo tiene, aun contando con el apoyo de la ultraderecha. Pero en vez de reconocerlo, y en consecuencia hacer una oposición inteligente pensando en las elecciones de 2027, ha optado por el berrinche y por las maniobras descalificadoras.

Yo creo que sería bueno que reflexionaran, que censuraran sin apasionamiento las capacidades del gobierno actual, pero que al mismo reconocieran que están más solos que lo han estado nunca. Porque de otra manera, están favoreciendo sin querer a su enemigo público número uno.

Así, señores de la oposición, no van ustedes a ningún sitio y tendrán que esperar tres años más. Entonces, cuando llegue el momento, ya se verá qué sucede. Y, suceda lo que suceda, será lo que los ciudadanos hayan decidido. 

28 de noviembre de 2024

No maltratemos nuestro idioma, por favor

Alguna vez me he atrevido a escribir aquí alguna reflexión sobre lo que yo considero una constante degradación del idioma español por parte de los hablantes. No busco culpables -Fuenteovejuna todos a una- porque creo que la responsabilidad está muy repartida. Simplemente pretendo dar rienda suelta a una de mis tantas inquietudes.

Desde hace ya varios años estoy observando el mal uso que se hace de la palabra efectivos cuando se utiliza como sustantivo. Los efectivos son un conjunto de medios disponibles para desempeñar un cometido a las órdenes de un determinado mando, sea militar o no. Se puede decir, por ejemplo, los efectivos de bomberos enviados al incendio consistían en dos coches bomba, una escalera desplegable y veinte bomberos. O, también, aquellos efectivos incluían dos carros de combate y treinta y cinco infantes. Sin embargo, no es correcto en el primer ejemplo hablar de veinte efectivos al referirse a los bomberos, ni en el segundo citar treinta y cinco efectivos para nombrar a los militares. Los bomberos y los militares están incluidos en los efectivos de los ejemplos.

La confusión procede de considerar que un hombre o una mujer individualmente constituye un efectivo, es decir, considerar esta palabra como unidad de medida. Se podría decir que como efectivos sólo se contaba con un vigilante en la obra, pero nunca que sólo había un efectivo para vigilar la obra. No sé si queda claro.

La palabra efectivos es equivalente en cierto modo a la de recursos. Nadie dice, por ejemplo, en mi departamento hay diez recursos, sino diez administrativos o diez personas o diez dependientes. Porque los recursos, igual que los efectivos, son un conjunto de medios.

Desde lo de la DANA de Valencia, se oye en los medios de comunicación noticias tales como la UME ya cuenta con siete mil efectivos en la zona. Lo correcto sería decir que los efectivos enviados por la UME incluyen un número de siete mil militares o siete mil hombres y mujeres. Porque un militar no es un efectivo, sino que está incluido en algún efectivo.

Supongo que este asunto de la utilización correcta de la palabra efectivos le interesa a muy poca gente; pero como a mí me quema, aquí queda mi opinión. En cualquier caso, recomiendo que se le eche un vistazo a lo que dice el diccionario de la academia, porque al fin y al cabo es la “autoridad competente” en estos pormenores. Yo no soy más que un aprendiz de nuestro idioma.

23 de noviembre de 2024

Recuerdos olvidados 28. El incendio de los graneros

 

No sé por qué me ha venido a la memoria de repente este recuerdo tan perdido en el túnel de los tiempos. No lo sé, aunque no descarto que haya sido como consecuencia de observar el comportamiento solidario de la ciudadanía en la catástrofe medioambiental de Valencia. Lo que voy a contar sucedió en Castellote, en el verano de 1957 o quizá en el de 1958. Me resulta imposible precisar el mes, porque los veraneos escolares de aquella época se iniciaban a finales de junio y concluían a principios de octubre. 

Un día, a la caída del sol, puede que hacia las 7 o las 8 de la tarde, empezaron a sonar las campanas de la iglesia de la Virgen del Agua, con una insistencia y una cadencia que yo nunca había oído antes. Se trataba, como no tardé en saber, de una llamada de arrebato, señal inequívoca de que algo grave debía de estar sucediendo.

Alguien dijo que posiblemente se tratara de un incendio y que mediante el toque de campanas se estaba pidiendo la colaboración ciudadana. Yo debía andar por los 15 o los 16 años, esa edad en la que uno es capaz de comerse el mundo. Le dije a mi madre que iba a bajar a la plaza para enterarme de lo que sucedía y echar una mano si fuera preciso; ella me contestó que de acuerdo pero que no cometiera temeridades.

Nada más salir a la calle, me topé con un gentío inusual en un pueblo tan pequeño y a aquellas horas de la tarde. Había hombres y mujeres de todas las edades, algunos con cubos caseros en la mano, algo que me sorprendió, y con expresiones en las caras de todos en las que se adivinaba la preocupación, por no decir el miedo. Ya se sabía perfectamente lo que estaba sucediendo, un incendio en los graneros de los Buñuel, situados en el desván de un edificio que hoy ya no existe y cuya demolición dio lugar a la placita hoy conocida como Planillo de la Virgen. Los incendios en un pueblo como Castellote pueden convertirse en auténticas tragedias, porque la proximidad de los edificios facilita la propagación de las llamas con mucha rapidez.

Nada más llegar a la plaza de la iglesia, me di de bruces con mosén Adolfo, el párroco del pueblo, una auténtica institución en el Castellote de entonces, a quien recuerdo con cariño, posiblemente porque el paso del tiempo borre de la memoria los aspectos más ásperos del carácter de las personas. Me vio, me obligó a que cogiera un cubo de entre los que había almacenados enfrente de la casa parroquial y me ordenó que me colocara en la larga cadena humana que se había formado entre la fuente más cercana y el edificio en llamas, la única manera de acarrear el agua cubo a cubo hasta el pie de la escalera que la Guardia Civil había colocado para acceder al granero incendiado. Recuerdo perfectamente que desde mi posición en la cadena veía a los guardias subir los cubos uno a uno y no se me olvidará nunca que el cabo primero jefe del puesto era quien desde arriba los introducía en el ático y arrojaba el agua sobre el fuego, sin duda jugándose la vida.

No sé cuánto duró aquello, supongo que un par de horas o algo más, pero sí que volví a casa, henchido de orgullo y satisfacción, para contarles con todo detalle a mi madre y a mis hermanos pequeños la "heroicidad" que acababa de protagonizar. No todos los días se convierte uno en miembro de protección civil, aunque entonces nadie utilizara esta expresión.

Por cierto, aquella improvisada colaboración ciudadana funcionó perfectamente gracias a que quienes tenían la responsabilidad y el mando, es decir las autoridades locales, alcalde y concejales, supieron desde el primer momento qué tenían que hacer. Si esto hubiera sido así en las inundaciones de Valencia, posiblemente se habrían evitado muchas muertes. Son situaciones muy distintas, ya lo sé, pero la moraleja es válida.


19 de noviembre de 2024

La educación ciudadana y la mentalidad de cada uno

 

Escribo este artículo para expresar la teoría de que el optimismo o el pesimismo respecto a la evolución de los comportamientos sociales y de la educación ciudadana están directamente relacionados con la ideología de cada uno. Siempre lo he sospechado, pero es que desde hace un tiempo, después de haber observado con cierto detenimiento alguno de los entornos que me rodean, me quedan muy pocas dudas. Los conservadores ponen el grito en el cielo ante lo que ellos consideran un galopante deterioro de las costumbres sociales, mientras que los progresistas sostienen que la evolución del comportamiento social en su conjunto no es más que la adaptación a los tiempos que corren, y no sólo se mantiene dentro de unos parámetros aceptables, sino que además mejora. Curioso fenómeno, el de la percepción según ideologías, del que quizá pocos sean conscientes.

Supongo que detrás de esta dicotomía se ocultan los propios valores del progresismo y del conservadurismo. Mientras que para los progresistas las variaciones del comportamiento ciudadano no son más que consecuencia de la propia evolución de la sociedad, para los conservadores cualquier cambio se convierte en ruptura del estatus quo establecido y por tanto lo interpretan como un deterioro de la educación ciudadana.

Yo tengo la sensación de que lo que de verdad ha cambiado en el mundo y sigue cambiando día a día es el aumento de lo que me gusta llamar permeabilidad social, es decir el incremento de la capacidad de relacionarnos cada día con un mayor número de personas procedentes de entornos distintos al nuestro. Mientras que hace años nos movíamos en un estrecho círculo de amistades, casi todas pertenecientes al “ambiente social” de cada uno, ahora lo hacemos con multitud de personas que proceden de distintas capas sociales y con distintos grados de formación. Antes, me refiero para no ir más lejos a la primera mitad del siglo XX, era raro que alguien interactuara fuera de su entorno social más allá de lo imprescindible. Como consecuencia, convivía sólo con individuos procedentes del suyo y, si se salía de él, era por lo general bajo el prisma de la sumisión de unas clases frente a otras. Lo que en sociología se conoce como síndrome del amo o del siervo, según sea el caso.

Por tanto, la visión de lo que se consideraba educado o maleducado, refinado o chabacano, fino o grosero se percibía siempre en comparación con los estándares del grupo al que se pertenecía. Ahora, sin embargo, como consecuencia de la permeabilidad social se vive inmerso en una sociedad diversa, en la que las diferencias de educación entre capas sociales tienden a desaparecer. Debido a ello, comportamientos que siempre han existido se ven por algunos como nuevos, como signos del deterioro de las costumbres, cuando no son más que la manifestación exacta de la sociedad en su conjunto.

Dije yo el otro día en un determinado foro, muy uniforme en su extracción social y en su nivel educativo, que sigue habiendo gente bien educada en la sociedad como siempre ha habido. Alguien, de indudable mentalidad conservadora, me contestó: puede ser, pero deben de estar muy escondidos. Lo dicho, los hay que preferirían seguir encerrados en sus burbujas, en las que la mala educación, al menos como ellos la entienden, no tiene cabida. 

En lo que hay que confiar es en que la mejora de la permeabilidad social enriquezca el conjunto de la educación social y no lo deteriore, aunque ahora las varas de medirla sean distintas a las de antes.



15 de noviembre de 2024

Trump y el inalterable equilibrio cósmico

 

A mí me gusta creer en la existencia del llamado equilibrio cósmico, concepto que viene a explicar que la contraposición de fuerzas de carácter opuesto permite que el universo continúe inalterable a lo largo de los tiempos, a pesar de los cataclismos siderales. Prefiero pensar, además, que lo que es cierto en las inconmensurables dimensiones del universo, también lo es en el entorno que nos rodea. Yo no he visto a lo largo de mi vida grandes cambios en el mundo, más allá de los que se derivan del progreso de la tecnología y del lento y continuo avance de los derechos humanos. Pero en su conjunto, a pesar de que he vivido cambios políticos significativos a nivel nacional e internacional, tengo la sensación de que permanece inalterable.

Digo esto, porque estoy convencido de que Trump, a pesar de su verborrea y de sus amenazas, no va a cambiar el rumbo del mundo. Nos va a dar más de un disgusto, como nos lo dieron Hitler, Stalin, Mussolini y tantos otros, pero no serán más que tormentas pasajeras, porque la contraposición de intereses neutralizará muchas de sus intenciones. Es fácil decir que va a enfrentarse a la amenaza china y al mismo tiempo dejar de apoyar a Ucrania, es decir a Europa, porque son dos objetivos contrapuestos. No se puede amenazar a Irán y al mismo tiempo compadrear con su aliado Putin. Es totalmente imposible torpedear la economía europea mediante aranceles, sin temer que la repercusión en la economía de sus aliados se vuelva contra sus propios intereses.

De la personalidad del presidente electo de los EEUU no voy a hablar hoy, porque tengo la sensación de que ya está todo dicho. Yo, en mis modestas reflexiones en este blog, ya largué hace cuatro años algunas de mis impresiones. Creo que se trata de un personaje atípico, abrupto en sus expresiones y con la idea equivocada de que un país se dirige como una empresa. Un error garrafal, del que ya le debía de haber alertado su incapacidad de poner patas arriba todo durante su mandato anterior. Las urnas lo echaron y, aunque es cierto que también ellas lo han traído ahora, en su país existe un sistema de equilibrios capaz de frenar las grandes insensateces. Tribunales de justicia que no puede controlar la Casa Blanca, gobernadores que no son de la cuerda del presidente de turno, prensa independiente y un sinfín de mandos intermedios que no estarán dispuesto a jugar su juego con facilidad.

Pero es que, además, en este mundo globalizado, en el que el equilibrio entre bloques se mantiene a pesar de los constantes cambios de posición de alguno de sus peones, ninguna de las grandes potencias, ni siquiera USA, puede hacer lo que le venga en gana. Habrá amagos, intentos de mover piezas para mejorar posiciones en el tablero del juego internacional, pero con resultados muy limitados, porque, lo decía arriba, el equilibrio cósmico se mantiene.

Eso sí, nos va a hacer pasar malos ratos, a unos más que a otros. Porque los hay que están aplaudiendo con las orejas, convencidos de que la llegada de un nacionalista acérrimo como Trump sólo les puede traer fortuna. Pero ojo, porque a éstos les puede salir el tiro por la culata. Europa también avanza, aunque lo haga con lentitud, y no hay mayor estímulo para la cohesión que percibir un peligro exterior.  

Esperemos a que se ponga en marcha su mandato y ya habrá tiempo para hablar de Trump y del inalterable equilibrio cósmico.

9 de noviembre de 2024

La maldita logística

 

Las guerras se ganan o se pierden en función de la capacidad logística que se disponga. Los rusos hace tres años llegaron a Kiev en un día y sus columnas blindadas echaron el freno antes de entrar, viéndose obligadas a retroceder cuando parece que su capacidad militar era muy superior a la de los ucranianos. Se habían dado cuenta de que sus apoyos de mantenimiento y abastecimiento no eran los adecuados y tomaron la inevitable decisión de frenar sus  impulsos iniciales.

En el lamentable, triste y caótico episodio de la Dana, lo primero que falló fue la gestión de la logística. Tengo la sensación de que los servicios de protección civil disponen de medios, pero no de unos detallados planes de apoyo logístico. Cuando oigo decir que por qué la UME no envió más efectivos desde el primer momento, me doy cuenta de que quien se expresa así no tiene idea de lo que significa mover hombres y mujeres sobre un terreno totalmente destruido, sin más medios a su alcance que los que pudieran llevar al hombro en sus mochilas. ¿Dónde iban a pernoctar? ¿Qué iban a comer? ¿Cuál sería la responsabilidad de cada una de las unidades en la ingente tarea que tenían por delante?

Se habla, se habla y se habla sin tener en cuenta el contexto real. Los primeros auxilios tenían que haber surgido de los propios municipios, como conocedores de la realidad de la catástrofe, apoyados por una ciudadanía bien dirigida y aleccionada. Pero ese primer escalón falló por falta de preparación y de protocolos.

Como segundo escalón estaba la administración de la comunidad, que tardó mucho en reaccionar, supongo que por ineptitud de algunos de sus responsables y seguramente por no tener previstos planes de contingencia debidamente coordinados con los municipios afectados. Debería haber puesto en marcha un despliegue de primeros auxilios y otro de orden público, para evitar la patética escena de los ciudadanos barriendo el barro sin saber dónde ponerlo y para impedir los previsibles saqueos que podían producirse. Pero tampoco tenía planes establecidos y ensayados.

El tercero escalón es el Estado, con toda su capacidad de protección civil. Lo que sucede es que cuando fallan el primer y segundo escalón, el tercero tarda en movilizarse, eso sin tener en cuenta en este caso los remilgos del gobierno autonómico a la hora de pedir ayuda al central, un auténtico sinsentido. Que la petición de ayuda dependa del color político de unos y otros constituye un auténtico esperpento, cuando están en juego las vidas de los ciudadanos. Porque si no te dicen cuál es la situación exacta y por tanto qué hay que hacer y dónde, es imposible ayudar.

Supongo que los responsables a los tres niveles habrán sacado sus propias conclusiones, aunque mucho me temo que se pueda estar gastando pólvora en salvas de disculpas, en detrimento de la eficacia. Lo mínimo que debemos exigir ahora es que se definan inmediatamente unos planes de emergencia viables e indiscutibles. No creo que sea el momento de las acusaciones y sí el de prever el futuro. Aunque parece imposible evitar que la indignación ciudadana exija responsabilidades, como está ocurriendo en las calles de Valencia mientras escribo estas líneas.

5 de noviembre de 2024

El desconcierto nacional

 

No soy ni mucho menos un experto en gestión de catástrofes medioambientales. No lo soy, pero tengo el sentido común suficiente como para darme cuenta de que lo que sucedió en los primeros momentos con la gestión de las ayudas a la población afectada por el paso de la mortífera y destructiva DANA por Valencia fue un auténtico esperpento, imágenes nada dignas de un país como España que presume de pertenecer al primer mundo. Voluntarios escoba casera al hombro, deambulando por las calles embarradas, mirando a las cámaras con desconcierto, unos en una dirección y los otros en la contraria. De vez en cuando algún grupo de ciudadanos voluntariosos moviendo el barro de un lado a otro, pero no sacándolo de allí para dejar las vías transitables. Los coches amontonados en las calles, ni una excavadora, ni una grúa, ni una pala mecánica, ni una bomba de achique, ni un miembro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, ni un militar, nada de nada, sólo buena voluntad de los afectados y ninguna dirección institucional.

Habrá que preguntarse qué sucedió para que las ayudas empezaran a llegar tan tarde. Posiblemente una de las causas fuera el mal funcionamiento de los protocolos de coordinación entre las distintas administraciones, o porque están mal definidos o porque la incompetencia de los políticos los paralizó o por las dos cosas a la vez En las situaciones complicadas, y ésta lo fue y mucho, lo primero que se precisa es tener muy claro quién tiene el mando, porque si no los voluntarios no sabrán qué tienen que hacer, y no sólo correrán el riesgo de ser inútiles, sino que además estorbarán.

Desde que se creó la UME aplaudí la idea. Pero la colaboración de la UME hay que cuantificarla y solicitarla. Son las autonomías, como primeras responsables de hacer frente a las catástrofes, las que deben medir los recursos necesarios y poner la cifra en conocimiento del gobierno central, lo que en ningún caso disculpa la pasividad de éste. Pero se actuó con una lentitud inexplicable, no se sabe si por remilgos a la hora de pedir ayuda o por desconocimiento de la situación o porque el Estado en su conjunto se quedó paralizado. Pero sea por H o por B, resultó un espectáculo muy difícil de entender por la ciudadanía.

Declaraciones como las de Feijóo el otro día, pidiendo en plena tragedia responsabilidades al gobierno de Sánchez, son inaceptables, impropias de un líder que pretende gobernar. La cara de su compañero de partido, el presidente de la Comunidad de Valencia, era el vivo reflejo del desconcierto. Debía de estar dándose cuenta de que las palabras de su jefe eran totalmente inapropiadas para el momento tan complicado que se estaba viviendo. Se notaba además que Manzón estaba aturdido, porque la envergadura de la situación lo sobrepasaba. 

Después ha venido un carrusel de declaraciones exculpatorias inadmisibles, contradicciones entre lo que se dijo y lo que se dice, mentiras sobre la responsabilidad de las alarmas, acusaciones a la UME de no actuar con prontitud, tirar chinas al de enfrente en vez de establecer entre todos juntos un plan viable para paliar en la medida de lo posible la catastrófica situación de una población sumida en la indignación, cuya máxima expresión se alcanzó con la violencia ejercida contra las autoridades, que aunque manejada por extremistas de la ultraderecha, mostraba con claridad el caldo de cultivo que se había formado.

Los colectivos humanos sin dirección, y en este caso no la había, no sólo son incapaces de resolver los asuntos de gestión complicada, sino que además su desorientación aumenta la ineficacia del esfuerzo. Y eso fue exactamente lo que sucedió en Valencia al principio, muchos voluntarios aficionados con ganas de ayudar, pero sin saber qué hacer, y ninguna cabeza rectora dando instrucciones claras.

Ahora el jefe de la oposición le solicita al gobierno central que tome las riendas de la situación, petición que deja en muy mal lugar a su compañero de filas, el presidente de la comunidad. Se le ha contestado que no, que en un estado de corte federal hay que cogobernar, cada uno en su nivel de responsabilidad. Lo demás es marear la perdiz y no entender el mandato constitucional.

Espero que de este desconcierto nacional se saquen conclusiones. Habrá que pedir responsabilidades a los ineptos, pero sobre todo será preciso poner en marcha un auténtico plan de emergencias que no deje hilos sueltos y que defina con claridad quien está al mando. Porque sin cadenas de mando bien estructuradas nada funciona.

31 de octubre de 2024

Recuerdos olvidados 27. La primera Guijarrada

 

En junio de 2005, poco después de morir mi madre, me llamó la asistenta que entonces teníamos en Catellote, una mujer que llevaba muchos años, puede que más de treinta, encargándose de la limpieza y los cuidados de nuestra casa. Quería informarme de que acababa de encargar un funeral en la parroquia del pueblo, iniciativa que me dejó sorprendido, pero que naturalmente le agradecí. Hablé con mis hermanos y decidimos que nos trasladaríamos todos al pueblo para asistir a la ceremonia religiosa, que por cierto a ninguno de nosotros se nos había ocurrido. Se habían celebrado unas exequias en Madrid y supongo que todos consideramos que con esto habíamos cumplido con el protocolo al uso.

No recuerdo exactamente cuantos fuimos, pero sí que estábamos los cuatro hermanos y nuestras mujeres. Tampoco se me ha olvidado que también asistió la que había sido cuidadora de mi madre durante los últimos años de su vida, Ana Rosa, una ecuatoriana que vino a España arrastrada por la ola migratoria de su país a principios del siglo XXI.

Como es lógico, después del acto religioso nos reunimos a comer en casa, en una mesa de comedor, la de la sala que conocemos por cocina aragonesa, lo que me hace pensar que no debíamos de ser más de 12 personas. Esa mesa, aun con un tablero adicional, no admite más comensales.

No sé de quien surgió la idea, puede que partiera como iniciativa colectiva, pero lo cierto es que en aquella comida se propuso que a partir de entonces nos reuniéramos todos los miembros de la familia en Castellote, una vez al año. No fijamos fecha, ni siquiera se le dio el nombre con el que ahora conocemos estos encuentros, el de Guijarrada.

Desde entonces, teniendo en cuenta que consideramos aquella estancia en el pueblo de nuestras raíces como primera Guijarrada, no hemos dejado de celebrarlas ni un solo año. Incluso en 2020, el año del Covid, no la cancelamos, aunque en esta ocasión no viajáramos a Castellote por razones obvias y organizáramos nuestra ya tradicional reunión familiar en Madrid.

Cuando escribo esto acabamos de celebrar la vigésima, una cifra que pone de manifiesto que la repetición y la constancia se han convertido en tradición. Además, como se trata de algo que en este momento compartimos ya tres generaciones de descendientes de mis padres, supongo que perdurará en el tiempo, o al menos prefiero pensarlo así.

Es curioso observar como la palabra Guijarrada ya se conoce en el pueblo como la reunión que celebra nuestra familia allí, todos los años. Por eso, hasta está en el repertorio de jotas locales, de momento sin nombre, aunque es fácil imaginar cómo se la terminará llamando. La letra dice así:

*Una fiesta señalada,

*En octubre en Castellote.

*Una fiesta señalada.

*Porque en la calle La Fuente

*Celebran la Guijarrada.

*Una fiesta señalada,

*En Octubre en Castellote.

Lo dicho, hay iniciativas que se convierten en costumbre y terminan en tradición. La Guijarrada es una de ellas.

27 de octubre de 2024

Inestabilidad política versus oposición rancia

En más de una ocasión, algunas personas de mi círculo de amistades me han dado a entender que en mis artículos de carácter político se me ve mucho el plumero de mis preferencias y, en consecuencia, me recomiendan que sea más imparcial en mis apreciaciones. Como procuro que los consejos bienintencionados no caigan en saco roto, estas opiniones me han hecho meditar y me han llevado a analizar mi comportamiento al respecto.

Como consecuencia de este análisis, diré en primer lugar que soy totalmente consciente de que mi mentalidad progresista y mi adscripción a las ideas socialdemócratas inclinan mi balanza ideológica hacia los gobiernos de izquierdas. Por tanto, a nadie debería extrañarle que defienda aquello que me parece mejor para la sociedad en la que vivo. Si a esta consideración le añadimos que la alternativa que se me ofrece es una derecha rancia y apolillada, que camina de la mano de una ultraderecha antisistema con nostalgia de tiempos pasados, es inevitable que se me noten las preferencias.

Es cierto que el PSOE gobierna en coalición con una izquierda radical, que por cierto no es del todo de mi gusto. Siempre he preferido la moderación y he considerado contraproducentes los gestos inútiles, las florituras dialécticas, el populismo y la demagogia. Soy un defensor del pragmatismo y, como decía don Miguel de Unamuno, prefiero la gota que orada a la convulsión volcánica. Siempre he creído que las reformas deben hacerse con mucha cautela y prudencia, porque con frecuencia las precipitaciones retardan los avances. Nunca se debe perder de vista que la política no es otra cosa que el enfrentamiento entre intereses de distinto signo, por lo que los ataques radicales de un lado provocarán inevitablemente los contrataques virulentos del otro.  

Sin embargo, esta alianza progresista es en este momento absolutamente imprescindible para que el gobierno actual pueda gobernar, dada la aritmética parlamentaria que nos dejaron las últimas elecciones. Por tanto, como si no se gobierna no se pueden hacer reformas, admito el pacto como necesario, sobre todo cuando se ha podido comprobar que, salvo matices, en las propuestas que saca adelante el gobierno prevalecen las líneas programáticas socialistas.

Tampoco me gusta que sean necesarios los apoyos de ciertos partidos independentistas. Pero como estoy convencido de que las concesiones que el gobierno hace no traicionan mis convicciones porque son más de forma que de fondo, no me duelen prendas cuando los votos de estos partidos ayudan a sacar adelante las iniciativas socialistas. Es más, estoy convencido de que, gracias a esta nueva manera de hacer las cosas, la tensión separatista se ha reducido en Cataluña de manera muy significativa, como creo que el nacionalismo que representa Bildu, aquel que antes miraba hacia otro lado cuando ETA asesinaba, ahora se mueve por los senderos de la legalidad parlamentaria, lo que no significa que haya abandonado sus pretensiones soberanistas.

Siempre he apoyado al PSOE, al de Felipe González en su momento y al de Pedro Sánchez ahora, porque con independencia de las personas que estén al frente es el único partido que en mi opinión defiende las ideas socialdemócratas que son de mi gusto. Si a ello le unimos, como ya he confesado antes, que la alternativa que observo es un frente ultraconservador que amenaza con revertir las mejoras sociales y frenar el avance del progreso, a mí no me caben dudas a la hora de elegir opción, lo que inevitablemente se trasluce en mis opiniones en este blog.

Por tanto, como lo que aquí escribo es producto de mis reflexiones y de mis convencimientos, seguiré en la línea que me dicta la conciencia, lo que no significa que vaya a olvidar los errores que cometa el gobierno actual y que los ponga de manifiesto aquí. Seguiré huyendo como siempre he hecho de las certezas absolutas, porque me muevo con mayor comodidad en el mar de las dudas y del escepticismo.

23 de octubre de 2024

Gastar pólvora en salvas o la mala educación

 

Tomo el título de este artículo de un viejo proverbio español, el que aconseja no gastar pólvora en salvas. Naturalmente utilizo aquí la expresión en sentido figurado, porque a lo que voy a referirme es a las manifestaciones políticas histriónicas y teatrales en el ámbito de la política. Defecto éste, por cierto, muy extendido en los dos lados del espectro, tanto en el izquierdo como en el derecho, aunque lo cierto es que cuanto más se acerca uno a cualquiera de los extremos se incrementa el efecto.

Tengo la sensación de que cuando se acude a la afectación dialéctica a la hora de enviar mensajes políticos, es porque quienes así se comportan no tienen demasiada seguridad en lo que defienden y se sienten inclinados a acudir a una ridícula teatralidad para sentirse más seguros de que su contenido cale en la audiencia. Asaltar los cielos, como en su momento decían algunos, o salvar a España de sus enemigos, como ahora pregonan otros, son alaracas inútiles que en los únicos que puede hacer efecto es en sus adictos más convencidos, nunca en la mayoría de los que los oyen, que ante la exageración y la desmesura hacen oídos sordos.

Ahora ha aparecido una variante del histrionismo político, la de la mala educación. Políticos mal educados ha habido siempre, pero tengo la sensación de que ahora estamos asistiendo a un festival de despropósitos, en el que son muchos los que pujan por conseguir el puesto más alto en el podio. Ni un presidente de gobierno ni un jefe de la oposición ni un ministro ni una presidenta de comunidad pueden permitirse el desahogo de insultar al contrincante. Es verdad que la actividad parlamentaria para que sea útil debe ser dinámica, incisiva y si se me apura lacerante. Pero sin acudir a la descalificación personal ni a la injuria barriobajera, sino al oportuno ingenio en el uso de la palabra.

Se gasta mucha pólvora en salvas. Pero lo que es peor, una pólvora que huele mal, que contamina el ambiente, que ensordece los oídos. Porque al final, detrás de cada exabrupto y de cada denuesto no hay nada. Mucho ruido y pocas nueces, demasiados aspavientos y muy poco contenido. Nuestra sociedad, que se esfuerza por alcanzar día a día mejores cotas de bienestar, observa tanta mala educación con el escepticismo propio de quien sabe que no son más que palabras huecas y malsonantes, y que ningún contenido práctico se esconde detrás. Algunos, los que creen estar convencidos de que están en posesión de la verdad, no sólo aplauden el esperpéntico espectáculo, sino que además se suman a él a través de las redes sociales, un instrumento que han encontrado para dar rienda suelta a sus frustraciones sin correr demasiados riesgos, convirtiéndose en meras catapultas de los insultos de otros. Pero la inmensa mayoría de los ciudadanos empieza a estar harto de esta situación y a pensar que lo mismo da ocho que ochenta.

A propósito, corruptos ha habido siempre y siempre los habrá, porque la propensión a la corrupción forma parte de la condición humana. Lo que hay que exigirles a los políticos es que no los amparen, que los denuncien y que los pongan en la palestra. Porque si no lo hacen, se convertirán automáticamente en sospechosos de complicidad, en víctimas de su propia torpeza. Pero lamentablemente son pocos los que lo hacen, dando lugar a que los escándalos estallen y se conviertan en el late motiv de la política, cuando debería ser asunto de la judicatura. Pero puestos a gastar pólvora en salvas, algunos piensan que en estos casos leña al momo.

Menos mal que no todos los días me levanto tan pesimista. Mañana será otro día.

19 de octubre de 2024

Los militares de la democracia

 

Me decía hace unos días un buen amigo, lector habitual de estas páginas, que le preocupaba que toda esta agitación política que los ciudadanos estamos soportando, provocada por unos y por otros, pudiera llamar al alboroto en los cuarteles. Le contesté que en mis preocupaciones no entraba una cosa así, porque creo conocer bien el estamento y no me parece que exista ninguna posibilidad. Es verdad que la mentalidad de algunos militares es conservadora o muy conservadora, pero si hay un colectivo del Estado que haya sufrido una enorme transformación desde el inicio de la democracia hasta hoy es precisamente el militar. Esas cartas que circulan de vez en vez con berrinches malhumorados están firmadas por “viejas glorias” ya retiradas. No son más que pataletas.

Los militares constituyen en la actualidad una de las carreras más valoradas de nuestra sociedad. La nota de corte para entrar en las Academia Militar, en la Escuela Naval o en la Academia del Aire es la más alta de las exigidas en cualquier centro universitario de España. Además, ahora los militares salen de sus centros educativos con las dos estrellas de teniente o con la barra de alférez de navío en las hombreras y un título de ingeniería en el bolsillo. Estamos hablando, por tanto, de ciudadanos con un alto nivel de formación y con un gran conocimiento del mundo que les rodea.

Por otro lado, su capacidad profesional, sometida a continua revalidación por el exigente sistema de ascensos vigente, está obligada a mantenerse al día, posiblemente en un grado bastante mayor que en muchas otras profesiones. Su entorno de trabajo los obliga a dominar un alto nivel de conocimientos técnicos debido a la evolución de los complejos sistemas de armas y de comunicaciones que utilizan.

Por si todo lo anterior no fuera suficiente para concluir que estamos muy lejos de aquellos militares con fama de aburrirse en sus cuarteles, porque no tenían demasiadas cosas que hacer y se entretenían en conspiraciones cuarteleras, no se debe olvidar que ahora forman parte de unas alianzas globales que propician el contacto frecuente con sus colegas de otros países, todos ellos democráticos, donde los ruidos de sables no tienen cabida.

Decía arriba que el colectivo militar ha sufrido una enorme transformación. Ojalá otros sectores profesionales hubiera evolucionado al mismo ritmo que lo han hecho las Fuerzas Armadas y alcanzado unas cotas de democratización semejantes a las de los militares. La transformación del colectivo castrense se inició nada más acabar la dictadura, cuando aún en su cúpula figuraban militares franquistas, muchos de los cuales no veían con buenos ojos el advenimiento de la democracia. Sin embargo, poco a poco, sin grandes aspavientos y gracias a una paulatina transformación de los planes de estudios, la cosa fue cambiando, hasta el punto de que hoy podemos decir que contamos con unos ejércitos profesionales totalmente adaptados a nuestros tiempos, disciplinados y a las órdenes del gobierno de turno.

Ahora, cuando algunos políticos vocean sus frustraciones por las esquinas, me he acordado de una frase que me dijo hace un tiempo un general amigo mío: los socialistas serán lo que sean, pero saben mandar mejor que los otros.