Desde muy joven, cuando no era más que un adolescente que quería saberlo todo, me han interesado los asuntos que versaran sobre el arduo proyecto de unión de los estados europeos que se puso en marcha tras la Segunda Guerra Mundial. Estábamos entonces en plena dictadura, y contemplaba el devenir de Europa como algo ajeno, porque sabía muy bien que sin libertades ciudadanas nuestra entrada en la entonces Comunidad Económica Europea nos estaba vedada. Creo que mi conversión a la democracia, o mejor dicho mi descubrimiento de la envidiable libertad que se gozaba en otros países vecinos, viene de aquella época, cuando leía a diario en el ABC, al que mi padre estaba subscrito, las noticias que llegaban sobre los avances de los países fundadores del Mercado Común hacia la integración total. Eran tiempos de censura y no todo se decía, pero sí lo suficiente como para poder leer entre líneas.
El 26 de junio de 1985, cuando España firmó por fin el tratado de adhesión a la Comunidad, me llevé una de las mayores alegrías de mi vida. Tuve entonces la sensación de que nuestro país dejaba atrás décadas de aislamiento y autarquía, y se incorporaba a la modernidad y al progreso, al club de las naciones de mayor solera histórica, a un espacio de bienestar social y económico sin parangón. Me sentí en aquel momento ciudadano de un estado supranacional, sólido y seguro, subdito de uno de los espacios geopolíticos más prósperos del planeta.
Mucho ha llovido desde entonces y muchas también han sido las vicisitudes por las que ha pasado el gigantesco proyecto de unión europea, algunas esperanzadoras y otras frustrantes. Pero como me gusta ejercer de optimista –el pesimismo no es útil en absoluto- prefiero pensar en que, a pesar de los nacionalismos de vía estrecha, de los populismos de uno y otro signo y de los ataques externos que intentan sembrar de minas el recorrido, los avances hacia la plena unidad continúan imparables.
El Brexit ha supuesto uno de los muchos obstáculos con los que ha tropezado el proyecto europeo, puede que el mayor por lo que tiene de mal ejemplo. Pero en contra de lo que algunos opinan, quizá haya sido providencial que el Reino Unido abandonara la Unión Europea. Desde mi punto de vista, la presencia británica se estaba convirtiendo en un lastre, porque sus exigencias frenaban constantemente los avances hacia la integración. Ahora que se han marchado será posible continuar hacia adelante sin tantas dificultades como existían. Hubiera sido preferible que continuaran, qué duda cabe, pero no a base de poner constantemente zancadillas, de intentar construir una Europa a la medida de las exigencias de Londres.
El revulsivo ha sido tan grande, que ahora empiezan a oírse voces que exigen acelerar el ritmo, superar prejuicios nacionalistas y avanzar hacia una auténtica federación de estados, con la vista puesta en lo que ya algunos empiezan a denominar Estados Unidos de Europa, una nueva nacionalidad que nos ampare a todos por igual, no sólo en los aspectos económicos, también y sobre todo en los sociales.
Decía que soy optimista, pero no ingenuo. Las dificultades siguen siendo muchas, entre otras el apego a lo propio en perjuicio de lo foráneo, la desigualdad entre los niveles de vida de unos países y de otros y la variedad de culturas y de mentalidades. El trayecto a recorrer será largo y pasarán todavía decenios antes de que se vea el resultado de un proyecto que cuenta ya con sesenta años de recorrido, un plan además de metas volantes, porque cada logro supone una victoria. No hace falta haber llegado al final para poder disfrutar mientras tanto de los triunfos parciales, que son cuantiosos.