¿Por qué los intentos de avance del ser humano hacia cotas de libertad más altas que las que se gozan en cada momento originan tanta resistencia en algunos? ¿Por qué la primera reacción ante noticias que impliquen superación de prejuicios o modificación del estatus establecido provoca tantos rechazos viscerales, incluso antes de que se conozca su verdadero alcance? ¿Por qué existe tanta oposición al cambio en los usos y costumbres? ¿Por qué el progreso espanta a tantos?
Doy por hecho que estas preguntas y cualquier otra que se haga sobre las reacciones en contra del progreso tendrán muchas repuestas diferentes, al menos las mismas que opinantes haya sobre el asunto. Yo también tengo las mías; y como me gusta reflexionar sobre lo humano y sobre lo divino –más sobre lo primero que sobre lo segundo por tratarse de materias concretas- voy a dedicarle unas líneas a este tema.
En primer lugar, tengo la impresión de que la inseguridad que acompaña al ser humano a lo largo de su trayectoria vital es tan grande, que muchos no quieren que le modifiquen el escenario sobre el que se ve obligado a actuar durante el recorrido. Como aquel viejo chiste del tullido que estaba a punto de sufrir un accidente grave, prefiere quedarse como está. ¿Para qué aventuras de incierto resultado? No me vengan ustedes con inventos, que como ahora estamos nos va muy bien.
Además, la propia vida va creando en el ser humano unos hábitos y unas costumbres, que algunos terminan considerando poco menos que normas de conducta universales, cuando no son otra cosa que adaptaciones personales a cada entorno existencial. Lo que sucede es que al haberse interiorizado como principios irrenunciables, cualquier intento por parte de otros de alteración provoca en ellos el inmediato rechazo, porque consideran que el comportamiento propio es el ideal. Si lo que hago yo es excelente, ¿a dónde quieren ir ésos con tantos cambios?
Este principio de acción y reacción ante el progreso, de defensa o de ataque al cambio, es aplicable a casi todos los órdenes del comportamiento humano, desde los hábitos familiares, pasando por los costumbres sociales, hasta llegar a las diferentes visiones políticas, sin olvidar la influencia que en cada persona tenga su creencia religiosa y el grado de compromiso con la misma, al fin y al cabo otra costumbre.
Sucede, sin embargo, que dado el cúmulo de circunstancias que influyen en la formación de la personalidad humana, ni todos los progresistas son iguales, ni tampoco los reaccionarios, lo que en ocasiones origina un problema de identificación, ya que no es nada fácil definir el grado de progresía o de conservadurismo de quienes nos rodean. Por eso muchas veces uno se sorprende cuando observa en un supuesto defensor del progreso actitudes xenófobas, racistas u homófobas, de la misma manera que lo deja perplejo comprobar que algunos defensores de las doctrinas más conservadoras proclamen a los cuatro vientos su compromiso con la liberación de las costumbres.
¿No será que una cosa son las palabras, las definiciones estereotipadas, y otra muy distinta el grado de compromiso de cada uno con el avance hacia una sociedad más avanzada, más libre y más respetuosa con los demás?