Me trasladé a Cataluña de la mano de mis padres por primera vez en mi vida en 1951, a la edad de nueve años. Viví allí durante los cuatro siguientes, dos en Gerona y dos en Barcelona. Como consecuencia, cursé en aquella región cuatro cursos escolares rodeado de alumnos y profesores catalanes, que cuando hablaban entre ellos lo hacían en catalán con la mayor naturalidad del mundo, aunque después las clases se impartieran en castellano, porque para tales menesteres la lengua vernácula estaba prohibida. Eran tiempos de dictadura, y en el colegio empezábamos el día cantando el himno nacional, con aquella exaltada letra de Pemán cargada de tintes patrióticos. Fue una experiencia vital de las que dejan huella, a partir de la cual aprendí que el mundo es más grande de lo que había creído hasta entonces y que en él caben sensibilidades muy distintas que pueden convivir perfectamente entre ellas. Me enamoré de Cataluña y de sus gentes, y también de eso que algunos llaman el alma catalana, que no ha surgido ahora por generación espontánea, como algunos prefieren creer, sino que existe desde hace siglos.
Explico esto para decir a continuación que me hubiera gustado que no hubiera sido necesario aplicar el artículo 155 de nuestra constitución, pero la situación creada por el radicalismo suicida de algunos lo ha justificado. Han pasado poco más de veinticuatro horas desde que el Senado autorizó su aplicación y tengo la impresión de que se está actuando con pies de plomo, sin estridencias innecesarias, con la moderación que una medida tan dolorosa aconseja. Ojalá persista la sensatez y ojalá volvamos a la normalidad institucional muy pronto.
Pero sería un error considerar que con esta decisión se ha acabado el problema. Todo lo contrario. Si ahora no se actúa con inteligecia política, si no se toman medidas legales que de una vez por todas acaben con esa inconcreta y difícil de medir insatisfacción de muchos catalanes con respecto a su situación en España, no sólo no se habrá solucionado el conflicto, sino que cabe la posibilidad de que la brecha se abra aún más. Esa precisamente es la esperanza de los líderes separatistas, que la torpe incomprensión tan extendida en el resto de España mantenga encendida la llama de la reivindicación secesionista y que, si no ahora, más adelante consigan sus propósitos. Los mensajes que se oyen desde hace unas horas apuntan en esa dirección
No se pueden volver a cometer los errores del pasado, no se debe seguir ignorando eso que algunos llaman el hecho diferencial catalán, que como las meigas existe, aunque no se crea en ellas. Es completamente absurdo no reconocer que lo que ha sucedido en Cataluña no es sino el resultado de una mala política del gobierno español con respecto a esa parte de España, cuya sensibilidad o no han entendido o no han querido entender, una incomprensión que ha propiciada que unos pocos irresponsables hayan conseguido soliviantar a un gran número de catalanes. Lo que ha sucedido se estaba viendo venir desde hace tiempo, y se ha estado mirando hacia otra parte hasta que la gota ha colmado el vaso. Dos irresponsabilidades, la de los líderes secesionistas y la del gobierno central, cuya colisión ha estado a punto de destruir la convivencia en España.
Aunque peque de pesado, insistiré en aquello en lo que creo: es necesario cambiar la Constitución. Es preciso revisar la Organización Territorial del Estado, regulada en el Título VIII, lo que requiere un nuevo pacto, un nuevo contrato. Un tema difícil, no exento de riesgos, que exige inteligencia y generosidad. Pero todo antes que volver a colocarnos ante el precipicio de la desunión que a todos perjudica, ante una tragedia que sólo beneficiaría a los pescadores en río revuelto